37. El paralítico de Betesda

37. El paralítico de Betesda

Jesús ha recorrido Galilea bastante preocupado, pues, como dice Marcos, “no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera en lugares solitarios, y aun así acudían a él de todas partes”. Porque era su preocupación: ¡Que no se sospeche que soy el Mesías!… Y, sin embargo, ahora sube a Jerusalén con una intención totalmente distinta. En Galilea hacía milagros que quería quedasen ocultos, y ahora va a hacer un milagro sonado que lo comprometerá de manera irrevocable con las autoridades judías: ¡Adivinen por mis obras quién soy yo!…

 

Esto es lo que nos trae el capítulo 5 del evangelio de Juan, cuyos tres primeros versículos han sido desde hace siglos un quebradero de cabeza para todos los estudiosos.

Primero, ¿de qué fiesta se trata? ¿De la Pascua? ¿De otra secundaria? Ni se sabe ni se sabrá, y tanta autoridad tiene una sentencia como otra. Además, eso de que “yacía en la piscina una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos que esperaban el movimiento del agua, pues un ángel bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua, y el primero que entraba en ella, después que había sido removida, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviese”, es muy discutido que sea auténtico, pues falta en muchos códices importantes y, sobre todo, no estaba en la Vulgata de San Jerónimo, la definida por el Concilio de Trento. Total, que es imposible e inútil discutir sobre ello.

 

Betesda (otros la llaman Bezeta) era una fuente que manaba de manera no continua, sino intermitente, y la creencia popular, tanto pagana como judía, atribuía a aquella agua poderes curativos. Por eso, nosotros vamos a dejar en absoluto esta cuestión y nos atenemos únicamente al milagro de Jesús.

En el norte del Templo, y detrás ya de la muralla, había una gran piscina junto a la puerta llamada Probática, de las ovejas, porque allí existía quizá un mercado de ovejas y por la misma puerta que daba paso a tanto animal que iba al Templo para los sacrificios rituales.

En torno a aquel embalse se construyó una piscina cuyas ruinas, excavadas modernamente, impresionan todavía hoy: un cuadrilátero con 120 metros de largo por 60 de ancho, con altas y esbeltas columnas, atravesado por el medio con un quinto pórtico. Allí se aglomeraba aquella multitud de enfermos con la ilusión de ser UNO el privilegiado que se curase.

 

Jesús se mete ahora entre ellos, y se dirige a un paralítico que está tumbado inútilmente en su camilla.

-¿Quieres curarte?

-No me es posible, pues no tengo quién me ayude. Llevo viniendo aquí hace ya treinta y ocho años. Para cuando se remueve el agua y yo me acerco, ya se han metido otros.

-Pues, mira; levántate, toma ahora mismo tu camilla, y vete a tu casa.

Jesús da media vuelta, y se va. El curado da un brinco, agarra su lecho, y se lanza a andar también. Pasa a los atrios del Templo, lo ven los sacerdotes y doctores, y le increpan furiosos:

-¡Es sábado, y no te es permitido llevar esa tu camilla a cuestas!

-¡Ya lo sé! Pero aquel que me ha curado me ha dicho que la tome y me vaya.

-¿Y quién es ese atrevido que te ha curado en sábado?

-No lo sé. Apenas me curó, se marchó y no lo he visto más.

 

Juan introduce ahora un inciso en su narración. Jesús se hace encontradizo con el de la camilla, que no conoce a su bienhechor, el cual le dice amable, pero serio:

-Ya ves que has sido curado. No peques más ¿eh?, para que no te suceda algo peor.

Con ciencia sobrenatural o carismática, el Señor conoció en la piscina  que  aquel  paralítico  tenía  mala  su  conciencia. ¿Qué había hecho antes?… Nosotros, que sabemos bien la doctrina enseñada por Jesús, nos vamos a una vida eterna en la que muchos no creen: ese “algo peor” está más allá de la muerte.

 

Sabida por todo el público la noticia del milagro, viene lo temido. Sacerdotes y doctores no toleran a Jesús. Desde aquella visita al Jordán y la expulsión de los vendedores del Templo se la tienen jurada y ahora les llega la ocasión propicia.

-¿Por qué haces estas cosas en sábado? En el sábado no se puede trabajar.

-Mi Padre trabaja siempre. Y yo también trabajo.

-¿Cómo? Además de quebrantar el sábado, ¿te haces igual a Dios?

-Yo no hago sino lo que veo hacer a mi Padre.

A partir de este momento, el diálogo de Jesús con sus adversarios se hace cada vez más violento, aunque Jesús no pierde para nada su serenidad.

-Tú das testimonio de ti mismo y eso no vale. ¿Quién responde por ti?

-Ustedes acudieron a Juan el Bautista, que les dio testimonio de mí, y no le creyeron. Ahora es mi Padre quien habla con esos milagros que hace por mí, y no le creen tampoco. Sepan, sin embargo, que el Padre ha puesto en mis manos todas las cosas. Me ha dado el poder de juzgar y resucitar a los muertos. Todos ellos oirán mi voz, y los que hicieron el bien resucitarán para vida eterna, y los que hayan hecho el mal para condenación. Yo bien veo que no hay en ustedes amor a Dios. Viene cualquiera en nombre propio, y lo reciben. Vengo yo de parte de mi Padre, y me rechazan.

-Si fueras como Moisés te haríamos caso. ¿Pero, tú?…

-¡Moisés! Léanlo, pues él será su acusador, porque habla de mí, y ustedes no le creen.

 

Era inútil seguir discutiendo. Le quedan dos años a Jesús con visitas frecuentes a Jerusalén para rendir a aquellos rebeldes “con obras aún mayores que éstas”,  como el ciego de Siloé y Lázaro el de Betania, pues lo que Él quiere es salvar sin que nadie se pierda.