¿Qué hizo Francia la Primogénita en los 200 años largos siguientes a su conversión? Muchas glorias y grandes problemas. “Merovingios” se llamaron los francos por Meroveo, antiguo rey de los francos que se adueñaron del Oeste de Francia en el siglo V. Así los llamamos hasta que vino el reinado carolingio.
Empezamos con una página negra que hemos de escribir necesariamente. ¿Qué impresiones nos han causado las lecciones anteriores sobre la conversión de los pueblos bárbaros que irrumpieron sobre el Imperio Romano, acabaron con él y formaron las naciones cristianas? Indiscutiblemente, que nos han entusiasmado. Y con toda razón. Pero nos equivocaríamos del todo si pensásemos que, al abrazar los pueblos enteros la fe cristiana, se convertían sin más en pueblos de ángeles o poco menos.
Ocurrió con ellos lo mismo que en el siglo IV con el decreto de Constantino del año 313 en Milán que daba la paz a la Iglesia. Muchas conversiones, sí, pero sin la preparación de vida, sin aquel catecumenado tan serio de cuando la Persecuciones. Junto con mucha santidad, como la de los anacoretas del desierto, vino en el Imperio la relajación de costumbres.
Así pasó con los pueblos bárbaros. Los reyes se hacían católicos sinceramente. Pero, al dividir el reino entre los hijos, se creaban tantos reinos que sólo servían para hacerse guerras continuas. Además, faltaba una autoridad Única que defendiera a la Iglesia, pues ella misma, por sus obispos, abades o sacerdotes tomaba parte con uno u otro de los bandos. Lo dicho aquí de los merovingios en Francia generalizando, vale por igual para los otros países. Y así, generalizando, formamos este párrafo tomado de una Historia muy autorizada:
“Los reyes no solamente quebrantaron la unidad nacional, alimentando las más innobles pasiones en lucha fratricida, sino que sembraron por todas partes el odio y la más espantosa miseria, pues no se pararon ni ante el asesinato de los clérigos, de los religiosos y religiosas, y la destrucción de innumerables monasterios e iglesias”.
“El cristianismo había penetrado en todo el territorio, mas su penetración era todavía muy superficial. Por eso vemos que las costumbres de los diversos pueblos no estaban conformes con el espíritu cristiano. Los reyes vivían con frecuencia una vida de libertinaje y licencia privada que en nada difería de la de los paganos, y, por otra parte, se dejaban llevar del odio y la ambición, de tal manera que no se detenían ante el asesinato y los crímenes más horrendos”. “El derecho de la guerra daba licencia para todo, y las gentes se entregaban con sus príncipes y señores al pillaje y devastación de regiones enteras sin otra finalidad que satisfacer sus instintos salvajes”.
“La poligamia era uno de los vicios más inveterados de los pueblos germanos invasores. Los jefes y gente noble se adjudicaban el derecho de escoger sus concubinas frecuentemente aun entre las mujeres de los jefes vecinos. Hasta los mejores entre ellos, Clodoveo y Dagoberto, pagaron tributo a este vicio”. “No menos inveterado era el vicio del divorcio, admitido, por otra parte, por el derecho merovingio”.
“A partir sobre todo de la época de los llamados “reyes holgazanes”, la vida de los obispos se diferenciaba poco de la de un guerreo. No era mucho mejor la conducta de los sacerdotes y monjes, por causa de las guerras, debido a la costumbre introducida por el rey Carlos Martel de galardonar a sus guerreros con obispados que administraban y disfrutaban indignamente: manera legal de saquear las iglesias o de apoderarse de ellas y transmitirlas a sus hijos o sobrinos”.
¿Muy duro todo esto? Es cierto. Pero estos males no eran privativos de los merovingios, sino también de las otras naciones recién convertidas.
San Bonifacio en el 746, enviaba una larga carta de reprimenda al rey inglés Aethelbald de Mercie por las costumbres sexuales del reino, porque eran un pésimo ejemplo para los pueblos no cristianizados todavía.
En Alemania, el mismo San Bonifacio depuso en un sínodo al obispo Gelwilieb de Maguncia, que había matado a traición al asesino de su padre.
En la España visigótica, auque las costumbres del pueblo se mantuvieron en una moralidad muy buena, era normal destronar al rey y asesinarlo, como veremos en la lección siguiente. Esto traía las consecuencias fatales que se pueden suponer.
Nada digamos de los terribles lombardos en Italia, cuyos crímenes y vicios no se podían desarraigar de un día para otro.
Era imprescindible una introducción como ésta al querer hablar de la Iglesia merovingia. Y, como ella, de las otras Iglesias. Porque es el telón de fondo para que ahora resalte la labor maravillosa desarrollada por la Iglesia en sus propias reformas y para entender lo que costaba formar cristianamente aquellos pueblos semibárbaros, los cuales, en medio de tanto crimen y tanto vicio, ofrecieron también Santos de tan gran magnitud como hemos visto a estas horas y seguiremos viendo en adelante.
San Columbano es una figura eminente. No era francés, sino monje irlandés, pero su vida y su apostolado se desarrollaron en Francia donde desplegó una actividad pasmosa. Sobre todo por los tres monasterios de hombres que fundó y que llegaron a contar con más de 600 monjes, los cuales se dedicaban a la oración, a la penitencia y a la formación de aquellas gentes con la enseñanza, el cultivo de los campos y la educación especial de los hijos de los nobles. Venía con su Regla tan austera, pero fue pronto sustituida por la más suave y práctica de San Benito.
La Regla del irlandés imponía la confesión secreta y confidencial, seguida de la penitencia privada para los arrepentidos de sus pecados, aunque en aquella época estos ritos sacramentales eran públicos. Digamos que esta modificación de la penitencia introducida por aquellos monjes fue providencial, al acabar con el rigor de la costumbre antigua. Porque estos monjes irlandeses, metidos en Europa, extendieron en la Iglesia la práctica de la confesión privada tal como la tenemos hoy, con la costumbre de imponer el confesor la penitencia, que estaba reglamentada para cada pecado.
Muchas mujeres Santas tuvo también la Iglesia merovingia, y con las cuales podríamos formar una lista larga. Citemos nada más que a Santa Clotilde, la esposa de Clodoveo, heroica madre y abuela cuando, muerto el esposo, vio cómo luchaban hasta la muerte hijos y nietos, y ella seguía poniendo paz y otorgando generosamente el perdón cristiano. También a Santa Rudegundis, nombre que a nosotros nos dice muy poco, pero fue la figura femenina francesa más insigne del siglo VI. Nuera de Santa Clotilde, pues Rudegundis se casó ─¿a la fuerza? ¿inválidamente?─ con el hijo más joven de Clodoveo, el rey Clotario 1, sensual y brutal, que ya se había casado cinco veces y que, a los seis años de casados, mató al hermano de su esposa, y más tarde a su propio hijo y a sus nietos. El matrimonio no siguió, y, después de mil aventuras, Rudegundis se retiró a la soledad y murió en un monasterio que ella misma había fundado. Rodeaban el cadáver doscientas monjas ─muchas de la nobleza─, y San Gregorio de Tours, escribía: “Acudimos a su monasterio, la vimos en el catafalco, y la hermosura de su rostro sobrepasaba a la de los lirios y las rosas”.
La reforma de la Iglesia merovingia era necesaria, sí. Pero, lo que comprobaremos siempre: resaltaban los males, que son los que meten el ruido, mientras que la virtud cristiana ─atestiguada por tantos Santos y que suponía muchas familias ejemplares─, no metía ningún ruido, seguía su curso normal y era el fermento que transformaba toda la masa.
A instancias de los reyes franceses Carlomán y su hermano Pipino el Breve, Bonifacio consultó con el papa San Zacarías, que lo nombraba Legado pontificio, y aceptó la empresa de reformar la Iglesia merovingia mientras misionaba Alemania, porque esa reforma comprendía también la de la Iglesia alemana, ya que desde hacía siglos, como vimos en lecciones anteriores, había Iglesias antiguas entre los germanos que también se habían relajado.
El medio principal del que se valió San Bonifacio desde un principio fueron los concilios o sínodos, regionales unos y hasta nacionales otros. En el 742 se convocó el Primer Concilio Germánico, que determinó celebrar un Sínodo cada año. La reforma iba en serio. Se empezó tratando de convertir a los clérigos inmorales. Los reacios, que no querían convertirse, eran sometidos a los azotes y encerrados por dos años con comida a sólo pan y agua. A los monjes se les imponía la observancia de la Regla de San Benito, mucho más benigna que la de San Columbano. Sobre todo, las diócesis se proveyeron de magníficos obispos, con la erección de nuevos e importantes obispados.
Estos remedios eran más eficaces que los de Adalberto, aquel sacerdote desequilibrado, que quiso reformar la Iglesia con los “milagros” que realizaba por inspiración de un ángel mediante las reliquias admirables que llevaba consigo… Y es que, entre otras cosas, había que desterrar la inclinación innata que el pueblo tenía a la brujería, tan peligrosa para la fe.
La Iglesia merovingia se reformó. Y como ella, Alemania se iba afirmando muy vigorosa cristianamente, bien orientada por su incomparable apóstol.
El rey Carlomán se retiraba a un monasterio, y Pipino el Breve apoyaba toda la empresa de Bonifacio, que escribía a Inglaterra:
“Sin el apoyo civil, no podría gobernar al pueblo ni imponer la disciplina a los clérigos y monjes, así como tampoco acabar con las prácticas del paganismo”.
Pronto vendría Carlomagno, con el cual el reino y la Iglesia llegarían a gran esplendor.