Cuando Jesús oyó que Juan había sido arrestado vio el riesgo que corría su propio ministerio y su misma persona. El enemigo no era precisamente Herodes Antipas -vanidoso, lujurioso, astuto, ambicioso, pero no sanguinario ni cruel-, sino los fariseos de Jerusalén, instrumentos dóciles de los Sumos Sacerdotes, y así determinó dejar Judea, eligió como centro de sus actividades Galilea, y hacia ella se dirigió ahora con el puñadito de sus discípulos.
Podía haber escogido el camino del Jordán, pero prefirió el central de Judea, se dirigió hasta llegar al frente de Sikar, la antigua Siquem, dejando el camino de Askar, sin miedo a los samaritanos, enemigos acérrimos, que odiaban de corazón a los judíos. Sabía muy bien lo que se hacía y la que le esperaba.
Antes de seguir, nos vamos a situar en eso de la enemistad entre samaritanos y judíos. En el año 720 antes de Cristo, el rey de Asiria conquistó el reino de Israel y se llevó cautivos a sus habitantes dejando sólo a pocos israelitas, los que menos valían, para que cuidasen de la tierra, y la repobló con colonos extranjeros, los cuales adoraban a sus propios dioses. El rey, sin embargo, y por pura superstición, les mandó un sacerdote y los israelitas siguieron fieles al culto del Dios Yahvé. Pero vino una inevitable mezcolanza de culto y de fe, y, al regresar del cautiverio de Babilonia, los judíos que reedificaban el Templo de Jerusalén rechazaron la ayuda de los samaritanos por considerarlos gentiles. Para mayor desgracia, un sacerdote expulsado de Jerusalén huyó a Samaría y edificó un templo en el monte Garizín, junto a Siquen. Así quedó consumada la separación que sigue hasta nuestros días, aunque los samaritanos actuales son una minoría insignificante.
Llega Jesús hacia el mediodía al pozo de Jacob, manda a los discípulos al pueblo a comprar algo que comer, y él, cansado y sudoroso, se queda sentado sobre el brocal del pozo -rico manantial de 32 metros de profundidad-, que el patriarca abriera hacía tantos siglos, y vecino al lugar donde estaba la tumba del patriarca José. En éstas, llega una mujer con el cántaro, ve al extraño visitante, y ni le mira la cara:
-¡Psit! Un judío…
Silencio total entre los dos, roto por el desconocido:
-Mujer, dame de beber.
-¿Yo darte de beber a ti, una samaritana a un judío?
Lo humilla. Si este judío no tiene cómo sacarla, ¡pues, que se aguante!…
Sólo que ahora escucha unas palabras misteriosas:
-¡Si supieras quién es el que te dice “dame de beber”, eres tú quien le pedirías agua a él, y él te daría agua viva!
La orgullosa de hace unos minutos, calla temerosa, y repone:
-Señor, si el pozo es hondo, y no tienes vasija con qué sacarla, ¿cómo me puedes dar agua del manantial? ¿O es que te crees tú más que nuestro padre Jacob, el cual nos dio este pozo y del que bebió él, sus hijos y sus ganados?
-Mira, mujer, todo el que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo daré, ya no tendrá sed jamás.
La mujer no entendía nada, sigue pensando a ras de tierra, y responde entusiasmada:
-¡Señor, dame, dame de esa agua tuya para que no vuelva más a buscar agua aquí!
Jesús deja el tema del agua, y pasa a la conquista de aquella alma descarriada:
-Bien, olvidemos eso. Oye, vete al pueblo, y trae a tu marido.
A la mujer le brinca todo su orgullo:
-¿Marido? ¡No tengo!
-¡Ya dices bien que no tienes marido, ya! Cinco hombres has tenido, y el hombre que ahora tienes, tampoco es marido tuyo.
Descubierta por el desconocido toda su vida íntima y todos sus escándalos, la pobre mujer sospecha con acierto:
-Veo que eres un profeta.
Y sin seguir adelante con lo que le avergüenza, propone al “profeta” una cuestión religiosa tan debatida entre samaritanos y judíos:
-Ustedes dicen que hay que adorar a Dios en Jerusalén, mientras que nosotros lo hacemos y se ha de hacer en este monte Garizín.
-Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y en verdad.
La mujer ha ido ganando confianza, y ahora se atreve con una pregunta audaz:
-Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando él venga, él nos lo dirá todo.
Aquí viene lo grande. ¿Qué siente Jesús en este momento? Es imposible imaginarlo. En Samaría no había miedo a que actuara la política como actuaba en Jerusalén y Galilea, y a una simple mujer enemiga -la coqueta de los seis hombres, no un angelito del cielo, la que empezó despreciándolo-, le adelanta lo que callará con prudencia por mucho tiempo incluso a sus más íntimos discípulos:
-¿El Cristo? ¡Soy yo, el que hablo contigo!
Cambio radical de escena. Llegan los discípulos, ¡y oh sorpresa!, el Maestro hablando a solas con una mujer. Esto no lo hacía ni el judío más descarado. Sin embargo, nadie piensa mal y nadie le pregunta:
-Pero, ¿qué estás haciendo?
El intachable Jesús va a hacer cambiar mucho las cosas respecto de la mujer, y ahora se limita a contestar:
-¡Coman, coman ustedes!
-Pero, Maestro, ¿y tú? ¿No tienes hambre, o qué? ¿O es que te ha traído alguien de comer? Dinos, ¿qué te pasa?
Con una comparación preciosa, Jesús les descubre la misión que le devora las entrañas:
-Miren los campos verdeantes, ¿cuánto les falta para la siega?
-Cuatro meses, Maestro.
-¡Eso es lo que yo quiero, y de lo que tengo hambre! ¡Las almas de tantos hombres y mujeres que llenan los campos! Hay que conquistar el mundo entero para llevarlo a mi Padre.
Viene el final de este hecho tan bello conservado por Juan. La mujer se marcha corriendo, olvidando el cántaro en el pozo, y revoluciona a todo el pueblo:
-¡Vengan, vengan corriendo! ¡Un profeta que me ha adivinado toda la vida! ¿No será el Cristo, como yo pienso y él mismo me lo ha asegurado?
Salen en tropel los habitantes de Siquén. Pasan la tarde entera con Jesús, y le ruegan:
-¡Por favor, no te vayas! Quédate con nosotros.
Con ellos se quedó durante dos días, y todos decían ufanos a su ya simpática paisana:
-No, si ya no creemos por lo que tú decías. Nosotros mismos le hemos oído hablar y con nuestros propios ojos hemos comprobado que él es el Salvador del mundo.
En la Iglesia no consideramos santa de los altares a la Samaritana, como tenemos a otras, ¡pero qué simpática que nos resulta a todos! Y con este precioso hecho del Evangelio Jesús nos da lecciones inolvidables.
Vemos ya en la primera mirada que damos a la pobre mujer lo que son los halagos de la vida: ¡Seis hombres nada menos, y totalmente insatisfecha! Hubiera seguido bebiendo felicidad con otros seis, y cada vez habría tenido más sed… Bebe el agua que Cristo le ofrece, y ya en el mismo día la vemos volviendo locos de alegría a sus paisanos.
Todos tenemos sed en la vida. Jesús lo sabía muy bien, y, al hablar junto al pozo de Jacob de la sed terrena, saltaba a la sed espiritual, para saciar la cual nos proponía el agua mesiánica, “porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial como un surtidor que salta hasta la vida eterna”. Nosotros sabemos muy bien que esa agua es el Espíritu Santo, merecido por la pasión y muerte redentoras de Jesús, y que, dentro de nosotros, es el único capaz de darnos la felicidad verdadera en lo íntimo de nuestras conciencias.
Jesús aprovecha unas palabras de la mujer, orgullosa de su culto a Dios en el monte Garizín, para dejar a su Iglesia una lección de importancia suma: el culto a Dios donde queramos y con la espontaneidad que sale del corazón. En la Iglesia habrá lugares de culto esparcidos por doquier, templos que apunten con sus dedos al cielo señalando la inmortalidad, espacios donde se reúnan los fieles para fraternizar… Pero el templo vivo donde Dios quiere ser adorado es el alma, la mente, el corazón de cada creyente, templo vivo de Dios, en el que podrá y deberá adorar siempre y en todo lugar al Dios que lleva dentro y que nunca le abandona. Con su respuesta a la Samaritana, Jesús nos ha dejado una lección superlativa de lo que es y debe ser la oración del cristiano, continua y en todo lugar. A mí mientras escribo…, a usted mientras lee…, ¿nos cuesta mucho elevar el pensamiento a Dios?
Jesús va a ser indescifrable. Cuando la mujer le propone al Cristo que también los samaritanos esperaban, Jesús le dice con naturalidad que es Él mismo, y ella lo cree a la primera con sólo ver cómo es y cómo habla Jesús. Se lo comunica a sus paisanos, y los samaritanos, rechazados por los judíos como abominables y herejes, no necesitaron ningún milagro para creer. Todo al revés de lo que vamos a ver apenas empiece Jesús su predicación. Los orgullosos no van a entender nada de su Evangelio, y los humildes, los pecadores, los sencillos de buena voluntad lo van a tener en la mano y hacer con él lo que quieran.
Mirando directamente a Jesús y a sus discípulos, este hecho de la Samaritana va a traer consecuencias grandes. Una que parece muy sencilla: Jesús hablando a solas con una mujer. Si lo sorprenden así los fariseos hubieran elevado el grito al cielo. Lo ven sus discípulos, y nada. El intachable Jesús hace cambiar del todo las cosas. La Samaritana es una mujer privilegiada por el trato que en ella dispensa Jesús a todas las mujeres. De manera tan sencilla, va a cambiar la mentalidad respecto de la mujer, que entonces no figuraba nada socialmente y no servía sino para hacer disfrutar al hombre. Viene Jesús, valora a la mujer y la convierte en un tesoro de su Iglesia y del mundo.
El “hambre” y la “sed” de Jesús aquí manifestados son proverbiales. Parece que ni en el mismo Cielo le quedan saciados mientras vea en el mundo campos dilatadísimos con la mies de miles de millones de hombres y sin obreros que echen la hoz o manejen las mejores segadoras modernas para la cosecha. Las vocaciones misioneras han sido y serán siempre una prioridad insustituible de la Iglesia.