Hasta ahora se consideraba la boda de Caná casi sólo como un hecho idílico en la vida de Jesús; pero modernamente se le da una importancia doctrinal suma. No olvidemos que los desposorios, celebrados varios meses antes, eran ya verdadero matrimonio. La pareja, aunque los llamemos novios, eran ya esposos. Se hacía el contrato normalmente por escrito; el novio entregaba al padre una cantidad de dinero, no como compra de la hija, sino como una compensación por ella. El novio entregaba también regalos a los hermanos y hermanas de la novia, y hasta a los parientes más cercanos.
El regalo a las mujeres consistía normalmente en vestidos. La preparación para la boda comenzaba con mucha antelación, algo que tocaba sobre todo a las mujeres, las cuales habían de tener a punto los últimos detalles de la celebración, cuya fiesta podía llegar hasta siete días.
Esta boda de Caná no era una excepción, y vemos que allí “estaba” María, no sólo como invitada, sino como una de las diligentes preparadoras de todo, en especial de la novia. Por lo visto, estaba ligada por parentesco con uno de los novios, y no por simple amistad. Jesús, aunque sabedor de la invitación, se hallaba aún algo lejos, pero llegaría también a tiempo, pues la fiesta se alargaba algunos días.
Si nos atenemos a las tradiciones judías, conservadas por escrito hasta hoy, la boda resultaba tan solemne como alegre y pintoresca, porque participaba en ella todo el pueblo, ya que rompía la vida ordinaria, pobre y austera en los lugares pequeños, y era un acontecimiento feliz para todos.
Al atardecer del día escogido, el novio, acompañado de sus paraninfos, se dirigía a casa de la novia, que contaba con dos grupos de amigas. Unas estaban ya en la casa del esposo para recibirla cuando llegase la comitiva, atentas con las lámparas prendidas y con repuestos de aceite para la iluminación de la sala del festín. Las otras esperaban en la casa de la esposa para cuando llegara el novio. Todas las amigas acompañantes se llamaban “vírgenes”, por ser todavía chicas solteras.
Llegaba el esposo, con su corona como rey del nuevo hogar. A la novia, adornada hasta lo indecible con preciosa corona, collares, brazaletes, bien pintada y con manojo de flores; la subían a la litera, para que la viera bien todo el mundo, y comenzaba la caravana entre música, cantos y alegría indecible. Hasta los doctores que estuvieran entonces enseñando la Ley, se levantaban con sus alumnos e iban a festejar a los felices novios.
Comenzaba la fiesta, grande la del primer día como ninguna, pero, según los casos, se prolongaba por varios días más, normalmente hasta siete. En ésta de Caná no sabemos si Jesús y sus cinco primeros discípulos llegaron para el día primero. De haberse retrasado, cada atardecer se reproducía la fiesta alegre del primer día.
Que se presentara Jesús, el conocido carpintero de Nazaret, con cinco discípulos que le llamaban ya Rabbí, Maestro, pudo ser sorpresa para todos.
Pero hay que pensar ante todo en María. Sabía quién era su hijo, el cual hasta entonces no había hecho nada especial. Al verlo ahora, con varios discípulos y sabedora por ellos de lo ocurrido en el Jordán, se tuvo que decir:
-¡Ha llegado lo que tenía que venir un día u otro! Y ya está aquí…
Porque sería cándido pensar que los discípulos permanecían mudos o que Jesús les hubiera prohibido hablar. Contarían todo lo que sabían acerca de Jesús en el Jordán, y Jesús esperaba el impulso del Espíritu para manifestar el principio de su ministerio y darse a conocer conforme a los planes del Padre.
Más de uno se habría preguntado por ese invitado al que veían muy normal, pero también muy distinto de los demás, y convertido en un verdadero Rabbí con discípulos y todo.
Y vino a completar las sospechas el caso de María. Mujer atenta, fina, delicada, una además de las que había preparado la boda, avanzada ya la fiesta vino a darse cuenta de un fallo serio. Escaseaba el vino y los sirvientes lo iban racionando a los convidados. El vino entre los judíos no era una simple bebida, sino parte de la alimentación; se mezclaba siempre con agua y era un elemento necesario para alegrarse sin cometer excesos. A los noveles esposos se les presentaba un bochorno muy grave. Se ve que habían avanzado ya bastante las fiestas, no habían calculado bien las cosas y, por la causa que fuera, faltaba el elemento necesario en el festín.
Con tacto finísimo, le dice María a Jesús:
-No tienen vino.
Expone, no pide, pero María sabe lo que dice, aunque Jesús le responde de manera desconcertante:
-Mujer, ¿y qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora.
Esta contestación de Jesús ha hecho pensar y escribir lo indecible. Y quizá no hay para tanto. Jesús hablaba en arameo y sus palabras no tienen traducción aceptable en nuestras lenguas, y ni tan siquiera en el griego. Algunos comentan que fue una auténtica regañada, como un “¡No te metas conmigo!”. Esto es inaceptable del todo. Regañar, reprender, incluso un simple corregir, se puede hacer contra una falta moral, y María, impecable por gracia, no pudo cometer ningún desacato contra Jesús.
Por otra parte, y esto es más serio, si Jesús daba una negativa por imprudencia de su madre, ¿cómo es que, contra su propia voluntad, se rinde al momento y hace tan amable y cariñosamente lo que le acaban de pedir? Jesús era serio, y no se iba a retractar sin más por un capricho de su madre.
De tantas traducciones como se dan a estas palabras de Jesús, parece la más apropiada una muy sencilla:
-Mujer, ¿y qué nos va a ti y a mí, si somos unos simples invitados?
En este hecho, para nosotros al parecer indescifrable, el tono de la voz y la mirada jugaron un papel decisivo. Sin una palabra más, los ojos de María miraron a los de Jesús, y hubo bastante.
La madre se dio cuenta de que había vencido, y se dirige hacia los apurados sirvientes: -Hagan lo que él les diga.
Y Jesús:
-Llenen de agua esas seis tinajas.
Allí estaban para las obligadas abluciones de los judíos. En esas hidrias legítimas de piedra, y no de barro cocido por el hombre, que era impuro según los juristas y fariseos, cabían de dos a tres metretas, y la metreta era de cuarenta litros, de modo que en cada una cabían de 80 a 120 litros; por lo mismo, había que traer en total unos seiscientos litros de agua. Se necesitaba un buen rato para ir a la fuente con cántaros hasta llenarlas. Al fin quedaron a rebosar, y se decían los sirvientes:
-¿Para qué querrá ese Rabbí tanta agua?
Y les sube más la admiración cuando les ordena:
-Lleven ahora de eso al maestresala.
-¿Agua, para qué?…
El encargado del banquete prueba un trago, queda sorprendido y quizá hasta molesto:
-¿No me habrá engañado el esposo?
Y se dirige a él con un reproche, aunque amistoso:
-¿Cómo has hecho esto? Siempre se pone primero el vino bueno, y, cuando ya están tomados, el peor. Tú en cambio has guardado este vino tan exquisito para el fin.
Era una falta de etiqueta muy notable. El mismo esposo pudo quedar también algo contrariado:
-Yo coloqué primero el vino mejor. ¿Qué pasa?…
Juan en el Evangelio no añade nada ni de la admiración, ni del asombro, ni de la alegría que suscitó este primer milagro de Jesús. Nos podemos imaginar el entusiasmo que reinó en todos. María, tan recatada y humilde, desde el rincón más apartado debía sonreír como nadie. Juan, el testigo y evangelista, se contenta con decir:
-Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos.
Cae de su peso el pensar que lo del milagro tuvo que ser al final ya de la fiesta, aunque se hubiese prolongado algunos días, pues no iba a quedarse allí Jesús para cosechar admiración y aplausos.
Los escrituristas y teólogos dan hoy a Caná una importancia grande. Según los profetas, el tiempo mesiánico se distinguiría por la abundancia de todos los bienes de Dios, expresados por una gran cosecha, especialmente de vino. Y ahora Jesús manifiesta que ha llegado el Cristo con un milagro tan bello: ¡qué abundante y exquisito este vino de Caná!… Es el vino, por otra parte, del banquete de bodas del mismo Jesucristo con su Esposa la Iglesia, a la que brinda sin medida el nuevo vino del Reino con su propia Sangre en la Eucaristía.
En este primer milagro de Jesús destaca notablemente la Mediación de María a favor de los que serán sus hijos, encomendados por Jesús desde el árbol de la Cruz cuando la llame “Mujer”, la nueva Eva, la Madre de todos los vivientes según la gracia. En ese “Mujer” de Caná pudo muy bien Jesús hacerle vislumbrar a María:
-Espera, que aún no ha llegado mi Hora; cuando llegue te querré a mi lado.
Finalmente, hoy se le da mucha importancia en la Iglesia a ese “Hagan lo que él les diga”, con lo cual María expresa lo que va a ser su misión hasta el fin de los siglos: llevar las almas a Jesús; invitarles a que hagan lo que Él les mande en orden a su salvación. María ruega, exhorta, arrastra… Es la primera evangelizadora, a la que hoy llamamos “Estrella de la Evangelización”.
Y sin pensar tan alto, la devoción cristiana ha adivinado en Caná la presencia misteriosa, pero real, de Jesucristo en las bodas de tantos hijos de su Iglesia a través de los siglos. Aparte de consagrarlas como Sacramento, Jesús se hace presente en ellas para alegrar y gozarse con los suyos, ratificando el “Dios los creó varón y mujer” del principio.