Si leemos a la ligera las palabras de Juan en su predicación
podemos llevarnos una sorpresa desagradable y hasta sufrir una equivocación. ¿Estaba perdido todo Israel? ¿Todos eran malos? Y el mismo Juan, ¿es que no tenía corazón? Es la impresión que producen sus primeras palabras. Pero no nos equivoquemos. Lo que ocurre es que los Sinópticos comienzan la predicación de Juan contando lo que dijo a los fariseos y saduceos, los hipócritas que veremos a lo largo de toda la predicación de Jesús. Lo expresa Mateo: “Viendo a muchos fariseos y saduceos que venían a su bautismo”.
Como saludo, se dirige a ellos amenazante:
-Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a huir de la cólera que les espera?
Les quita después todas las ilusiones que tenían como pueblo escogido:
-No se digan a ustedes mismos: tenemos por padre a Abraham; pues yo les digo que Dios puede sacar de estas piedras hijos de Abraham.
Y sigue con otra amenaza, más personal a cada uno:
-Ya está el hacha aplicada a la raíz de los árboles. Todo árbol que no produzca buen fruto, va a ser cortado y arrojado al fuego.
O sea, que estas amenazas tan fuertes iban dirigidas intencionadamente a los dirigentes de Israel, los cabecillas fariseos y saduceos, que, como veremos en su día por la respuesta hipócrita que dieron a Jesús, no quisieron reconocer y aceptar como venido del Cielo el bautismo de Juan.
De haber ido esas diatribas contra todo el pueblo, casi veríamos una contradicción en este hecho de la predicación de Juan. Las turbas se desplazaban para escuchar a un profeta valiente, pero no terrible, que les exigía, sí, fidelidad a Dios, Por eso invitaba a todos:
-Hagan frutos dignos de penitencia.
Y como su bautismo era signo de arrepentimiento, se confesaban pecadores todos, y todos recibían humildemente aquel baño purificador.
Esto se demuestra claramente por la manera como dialogaba con las turbas. Les exhortaba al amor: -Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene, y quien tenga comida que haga lo mismo con el que no tiene.
No rechazaba a ningún grupo, sino que les decía con sencillez su deber.
A los publicanos, cobradores de los impuestos: -No exijan nada fuera de lo que está fijado.
A los soldados o policías: –No hagan violencia a nadie, ni hagan falsas denuncias, y quédense contentos con su paga.
Estaba visto: Juan no era uno de tantos revolucionarios que habían surgido en los años anteriores, sino que, por su manera de vivir y predicar, era un profeta verdadero, como aquellos antiguos. Y hasta pensaban muchos algo más: ¿No será éste el Mesías?… Juan se dio cuenta y dio el primer testimonio de su misión, aunque con sus palabras viniera a quitar las ilusiones de muchas cabezas:
-Yo les bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y a quien no merezco desatar ni las correas de sus sandalias: ése les bautizará en Espíritu Santo y fuego.
No podía hablar más claro. El Mesías estaba cerca, y no precisamente con un mesianismo grandioso y sociopolítico, sino con un cambio total de la sociedad, convertida de pecadora en santa. Venían las bendiciones de Dios para los fieles, justificados en el Espíritu Santo; y las amenazas de Dios caerían sobre los infieles como fuego abrasador.
Juan les pone la comparación del segador que ha trillado la cosecha en su era: hay que separar el grano de la paja: el trigo a los graneros, y la paja inútil al fuego: El Mesías que viene, “tiene en su mano el bieldo, limpiará su era, y meterá el trigo en los almacenes, mas la paja la quemará en fuego inextinguible”. Y remacha Lucas: “Así pues, con estas y otras muchas exhortaciones evangelizaba Juan al pueblo”.