Otra lección obligada sobre los principios de la Iglesia. Toda la espiritualidad cristiana se centraba en la Persona de Jesucristo presente en sus Sacramentos.
Hablar de Sacramentos en la primitiva Iglesia es hablar de la santidad de los cristianos. No eran para ellos un simple rito, sino el medio de santificación más eficaz de que disponían. Los que se querían bautizar se preparaban a conciencia durante un largo tiempo, por varios años a veces, hasta que observaban una conducta intachable como garantía de la que iban a guardar una vez bautizados. A la Eucaristía se acercaban únicamente los que no tenían mancha ante la Iglesia. La Penitencia, cuando se había pecado, era dura, muy dura, prolongada durante años y a veces hasta la muerte, porque la Iglesia había de resplandecer con una pureza eximia. El Matrimonio, tan degenerado en el paganismo romano, era un modelo de fidelidad inquebrantable. Todo esto lo vamos a ver en la simple noción que podemos presentar de cada Sacramento.
El Bautismo se administraba a los niños desde el tiempo de los Apóstoles, según San Ireneo y Orígenes; pero eso pasa desapercibido en la Historia, igual que el bautismo de los que se hallaban en trance de muerte, que lo recibían sin protocolo alguno. Lo interesante resulta ver cómo la Iglesia se multiplicaba por el bautismo de los adultos, que abrazaban la fe cristiana ante el ejemplo vivo de los mártires, de los confesores de la fe, de los cristianos ordinarios que arrastraban con su vida edificante a quienes los observaban con detención.
El Bautismo iba precedido de una preparación larga, normalmente de dos años. Era el tiempo del catecumenado ─catecúmeno es lo mismo que oyente─, en el que los candidatos aprendían las verdades de la fe cristiana, pero, sobre todo, se ensayaban a vivir ya como cristianos hechos y derechos. Asistían a la primera parte del culto, o sea, a la lectura de la Palabra y la predicación; pero debían salir de la Iglesia antes de seguir la Eucaristía.
Cuando se acercaba la Pascua o Pentecostés, fiestas en que se celebraban los bautizos, había unos cuarenta días de preparación más intensa e inmediata. En ellos se celebraban los escrutinios y se realizaban lo que hoy llamamos las promesas bautismales. Al candidato se le ponía en la precisión de confesar su fe y de renunciar a la vida pagana. Por ejemplo, sabemos cómo eran las diversiones del circo, inmorales a más no poder, pero que apasionaban tanto al pueblo romano. Al candidato se le ponía en la alternativa: ‘¿Renuncias al pecado, sí o no? ¿Renuncias a Satanás, sí o no?’… Confesada la fe y demostrada la buena conducta, testimoniada por el padrino o madrina que en un principio lo había presentado a la Iglesia cuando quiso hacerse cristiano, venía la celebración en la noche pascual, presidida por el obispo y desarrollada con toda solemnidad.
En los principios, a ser posible, se hacía el Bautismo por inmersión, o sea, se introducía al bautizando en el agua del río, estanque, piscina o gran pila, de la que el bautizado salía como resucitado lleno de la vida de Dios. Pronto se usó, como algo más práctico, la infusión, o sea, el derramar el agua sobre el cuerpo, mientras se pronunciaba la fórmula tan simple como divina: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Se añadían algunas ceremonias muy significativas, como hacer previamente al bautizando la señal de la cruz, y, una vez bautizado, vestirle la túnica blanca, signo de la nueva vida, y que llevaba puesta, como el máximo honor, durante toda la semana pascual. Así se hacía durante estos tres primeros siglos durante los largos periodos de paz que gozó la Iglesia; si se declaraba persecución, todo se hacía en el secreto de las catacumbas.
Si era el obispo quien había celebrado el Bautismo, confería inmediatamente después la Confirmación. El bautizado o neófito, el recién nacido o iluminado, recibía además por primera vez la Eucaristía, por la que participaba ya plenamente de la vida de la Iglesia.
¿Qué venía después? Ya se sabía: la nueva vida. El pecado era inaceptable. Como vamos a ver en seguida al hablar de la Penitencia, a los que caían en pecados públicos se les sometía a una penitencia que era fuerte de verdad. De aquí venía ese retrasar muchos el bautismo porque no estaban decididos a llevar adelante la vida cristiana en toda su pureza, y retrasaban el bautismo durante años y algunos hasta la hora de la muerte.
Parece por demás hablar ahora de la Eucaristía. Podríamos haber guardado para aquí la descripción incomparable del mártir San Justino, a la que nos remitimos en la lección 11 sobre los Apologistas. La Eucaristía era el centro de la vida cristiana, presidida siempre por el obispo. Sabemos que los diáconos y sus ayudantes los acólitos la llevaban a los impedidos de asistir al culto.
Emociona el saber cómo la llevaban a los encarcelados condenados a muerte. Como en la ley romana el culpable era el condenado y no sus familiares y amigos, éstos iban a despedirlos antes de ser ejecutados. Los cristianos lo hacían de manera especialísima con los mártires antes de ser echados a las fieras del circo o llevados al lugar del suplicio. Por lo demás, no les era tampoco difícil sobornar a los guardias. Así es que tenían una cena fraterna que acababa con la Eucaristía. Es bellísima la despedida que el año 202 hicieron con los Mártires de Cartago: Perpetua, Felícitas, Sáturo y sus compañeros, como vimos en la lección 10. San Cipriano, el obispo mártir de Cartago, tiene este párrafo precioso sobre la Eucaristía llevada a los condenados a muerte:
“Para esto se hace la Eucaristía, para que sea protección de los que la reciben, a los que queremos ver seguros contra el enemigo, armándoles con la defensa de la saciedad del Señor. Porque, ¿cómo les enseñamos e incitamos a derramar su sangre en la confesión de Cristo, si a ellos, que van a luchar, les negamos la sangre de Cristo? ¿O cómo los haremos idóneos para el cáliz del martirio, si no les damos a ellos primero el cáliz del Señor?”.
La práctica de la Penitencia de entonces nos parece hoy casi imposible. No era la Confesión tal como la hacemos ahora. Los pecados exigían penitencia pública. El obispo dictaba a los culpables la exclusión de la Iglesia, que habían de mantenerse públicamente fuera, sin pasar de la puerta, hasta haber demostrado verdadero arrepentimiento del pecado y cumplido actos de reparación con oraciones, ayunos, vigilias… El tiempo de la penitencia se medía por la gravedad del pecado. Algunos duraban mucho tiempo, hasta años, y con ciertos pecados hasta que se acercaba la muerte. Venía al fin la confesión del pecador, la exomológuesis: se le perdonaba y podía entrar de nuevo en la Iglesia. Había tres pecados, llamados capitales ─la apostasía de la fe, el homicidio y el adulterio─, que podían ser perdonados y de hecho los perdonaba la Iglesia, pero después de penitencia muy grave. La apostasía se refería a los cobardes que durante la persecución habían renegado de la fe, o los libeláticos, que habían recibido de las autoridades el certificado de que habían ofrecido incienso o sacrificios a los dioses del Imperio y habían así escapado de la muerte.
Extraño cuanto queramos este rigor, pero así era. La Iglesia debía mantenerse pura. Recibido el Bautismo, no se concebía el pecado en el cristiano.
Que la Iglesia podía perdonar todos los pecados no lo dudaba nadie. Y los Papas como San Calixto I y San Cornelio recibieron en la Iglesia a todos los apóstatas arrepentidos. Lo malo fue que surgió una verdadera herejía que negaba a la Iglesia el poder perdonar. Esto desmentía a los mismos Apóstoles, pues sabemos cómo San Pablo había excomulgado y vuelto a recibir en la Iglesia a grandes pecadores (ICo 5,1-5; 2Ts 3,14-15)
El Matrimonio era un desastre en el Imperio, y vino el cristianismo a darle el valor inmenso que le impuso Jesucristo con su presencia en la Boda de Caná y su precepto inexorable (Jn 2,1-12; Mc 10,1-12). Hablando de la Iglesia en estos primeros siglos, y entre las mismas Persecuciones, admitía como legítima la celebración del matrimonio según el Derecho Romano. No se querían matrimonios secretos, y el religioso se celebraba solemnemente en el lugar del culto y bajo la presidencia del obispo. Cómo se pensaba del matrimonio cristiano, nos lo dice de manera incomparable este párrafo bellísimo de Tertuliano:
“La Iglesia establece vuestra unión, que el sacrificio del Altar viene a robustecer, cuando por vosotros se inmola el mismo Hijo de Dios.
Los ángeles lo anuncian gozosos, y Dios Padre desde el Cielo lo confirma.
Desde ahora, juntos rezarán, juntos suspirarán, juntos se acercarán a la mesa del Señor, juntos vivirán en todo: para enseñarse, para exhortarse, para animarse y consolarse mutuamente, para pasar juntos sus tribulaciones y sus días felices.
Ambos a dos podrán provocarse, en deliciosa contienda, a ver quién ora, y quién canta y quién sirve mejor al Señor…
Y Cristo, viendo semejante armonía entre dos seguidores suyos, se alegrará y les enviará su paz. Donde estén ellos, estará Él para bendecirlos, para santificarlos, para amarlos”.
Con las Sagradas Escrituras, la vida de los Sacramentos y el heroísmo de los mártires, la Iglesia creció en medio de las horribles Persecuciones Romanas. Y no olvidemos la santidad y el celo de sus obispos, dignos de los Apóstoles. Valga por todos un San Gregorio Taumaturgo, convertido al cristianismo por el gran Orígenes en Alejandría. Pasado el 250 regresa a su patria, Neocesarea del Ponto, totalmente pagana, y es nombrado obispo. Trabaja con tesón. Y en su lecho de muerte, pregunta:
– ¿Cuántos paganos quedan en la ciudad?
– Diecisiete.
– ¡Gracias a Dios! Diecisiete cristianos había cuando me hicieron obispo de aquí.
Aquellos cristianos sabían hacer matemáticas…