Esta Iglesia, en una nación que fue grande desde sus principios, va a nacer en medio de muchas dificultades, pero al fin será muy gloriosa.
Nos podríamos llevar a engaño si pensáramos que la Iglesia en Estados Unidos de Norteamérica empezó grande ─hace nada más dos siglos─, porque la vemos hoy acercarse a los cincuenta millones de católicos, con 26 Arzobispados, 110 Obispados y varias Prelaturas; bastantes Universidades Católicas, muchos Colegios, tantísimas parroquias con su propia escuela, etc. etc. Nada más inexacto si pensáramos que fue todo grande desde sus comienzos. Al revés. A principios del siglo XIX apenas si llegaban a 150.000 los fieles, cifra insignificante, y a finales del siglo eran 73 las diócesis en catorce provincias eclesiásticas, con la Sede Primada en Baltimore. Sencillamente, un crecimiento espectacular.
En la lección 110 contemplamos a los mártires del Canadá, pero no lo fueron todos allí, sino varios de ellos en partes que hoy son de Estados Unidos. Aquellos mártires eran los primeros misioneros que llegaron a tierras vírgenes y evangelizaron a tribus de indios salvajes, que ya vimos cómo los trataron. Las misiones católicas prácticamente desaparecieron. Iban llegando exploradores ingleses, holandeses y franceses, entre los que se metían algunos misioneros católicos, los cuales apenas si podían estabilizarse en las nuevas tierras exploradas, fuera de las del Sur y del Oeste evangelizadas por los misioneros españoles.
Canadá y Estados Unidos, tal como los tenemos hoy, van estrechamente unidos en cuanto a la primera evangelización, pues sus territorios no estaban definidos como nación. Canadá vio llegar de nuevo a los jesuitas después del martirio de Brebeuf y compañeros. Los misioneros de la benemérita institución “Misiones Extranjeras de París”, a la par que los jesuitas y otros misioneros como los sulpicianos, enviaron apóstoles en abundancia. En 1674 se establecía el primer obispado de Quebec, hasta con seminario propio. Las tierras canadienses pasaron una y otra vez de manos francesas e inglesas, y mientras Canadá era inglés se le aplicaban las leyes persecutorias inglesas. Cuando en 1774 se incorporó a Inglaterra, se le concedió la tolerancia no sin la protesta de los puritanos ingleses.
Los jesuitas realizaron verdaderas proezas con las tribus de los iroqueses, que llegaron a contar más de 20.000 cristianos, aunque bajo la dominación inglesa desapareció, prácticamente aniquilada, aquella tribu valiente. Los jesuitas evangelizaron también desde 1643 las regiones de Maryland y Pensilvania donde hicieron gran cantidad de católicos, aunque la persecución de los ingleses protestantes causó muchos males a la misión. Conocemos la política inglesa de hacer embarcaciones de indeseables en Inglaterra y enviarlos a las colonias. Entre indeseables y encima protestantes, nada se podía esperar de ellos.
Las colonias inglesas no admitían por nada a los católicos, y seguían las mismas leyes persecutorias o de exclusión que la metrópoli. Georgia, fundada a propósito como refugio de pobres y perseguidos, excluyó expresamente a los católicos. En Rhode Island, tuvieron los católicos mejor suerte, pues se les toleraba, y de esa tolerancia vino el adagio de los puritanos inaguantables: “Rhode, buena tierra y gente mala”.
Nueva York fue comprada ─o arrebatada, es igual─ por los ingleses a los holandeses, y en ella gozaban de libertad todos, menos los católicos, hasta dar en 1700 la ley: “Todo sacerdote católico que viva en el país debe ser considerado como asesino, revoltoso y perturbador de la paz y como enemigo de la verdadera religión cristiana, y debe ser castigado con cárcel perpetua. A la segunda vez será condenado a muerte. El que oculte a un sacerdote católico será multado con 200 libras esterlinas”. ¿Para qué seguir?…
Se llegará por fin a la independencia el 4 de Julio de 1776, y en los Derechos fundamentales de cada una y de todas las colonias quedará consignado el derecho natural e inalienable de la libertad religiosa de cada uno. El sacerdote católico John Caroll ─que había sido jesuita y amigo personal de Franklin y Washington─, era nombrado por la Propagación de la Fe obispo de Baltimore con el cargo de Prefecto Apostólico.
La evangelización de Estados Unidos en el noreste empezó ─ponemos una comparación─, por los misioneros franceses venidos de Canadá, igual que la del suroeste por los misioneros españoles llegados desde México. A partir de la Independencia, con los inmigrantes católicos de Europa, especialmente de Irlanda, Estados Unidos irá formando rápidamente esa Iglesia que hoy nos enorgullece.
El Evangelio en Estados Unidos comenzó de hecho por las misiones españolas, que fueron las primeras. De suyo, son propiamente misiones de México, pero las traemos aquí por pertenecer sus territorios en la actualidad a Estados Unidos. Nos fijamos ante todo en la Florida, que ocupaba grandes territorios de lo que hoy es también Georgia. Los dominicos de México, dice una crónica ya de 1547, “tenían muy viva la preocupación de la evangelización de la Florida y la conversión de aquellas gentes, y parecioles traerlas al suave yugo del Evangelio”. Los jesuitas serán los primeros misioneros de estas tierras, desde 1566 a 1572, en las que trabajaron mucho y en ellas dejaron la sangre varios hijos de la Compañía.
Serán los franciscanos finalmente quienes las evangelizarán en lo sucesivo, y también con derramamiento de sangre. Trabajaron fuerte, pues para los años 1630 eran unos treinta y cinco los misioneros que atendían 44 estaciones con más de 30.000 cristianos. Pero un siglo más tarde, desde los territorios vecinos, sobre todo desde Carolina, acechaban los ingleses protestantes y los calvinistas que arrasaban todas las iglesias católicas.
Los misioneros de México se extendieron hacia el Norte. Las misiones de los jesuitas establecidas en Sinaloa y Sonora, extendidas también a la baja California, fueron de una importancia suma, y además regadas por la sangre de bastantes mártires. Siguieron el mismo sistema de las Reducciones de Paraguay, con más dificultades, pero también con muchos frutos, y fueron regadas con la sangre de bastantes Padres que allí murieron mártires.
Los dominicos fundaron algunas reducciones más, como Santo Rosario, Santo Domingo, San Vicente Ferrer, San Miguel y otras. Franciscanos, dominicos, jesuitas, mercedarios y agustinos habían hecho de México una nación prácticamente ya cristiana para fines del siglo XVIII. La educación que se impartía en estos territorios estaba en manos de estos misioneros religiosos, especialmente de los jesuitas, ya que la enseñanza era su especialidad.
Víctimas de una injusticia incalificable, al ser suprimida la Compañía de Jesús, los jesuitas hubieron de abandonar las misiones de la Baja California, después de haber dicho al virrey que los expulsaba: -Nos marchamos sin más bagaje que el crucifijo en el pecho y el libro del rezo en la mano. Las misiones californianas las entregaron a los Franciscanos, con esta orden del Rey llegada desde España y transmitida por el Gobernador: -El objetivo es la expansión de la religión cristiana entre los infieles que pueblan la California, con el medio pacífico de crear misiones y de introducir el dominio de Cristo Rey Señor nuestro.
En la Sala del Congreso de Washington se alza una estatua muy singular, la del humilde sacerdote y religioso franciscano, español, considerado como uno de los grandes héroes de los Estados Unidos, y que en la Iglesia Católica ha conseguido los supremos honores de los altares: el Beato Fray Junípero Serra. Ahora es cuando se presenta en la Historia. Antiguo misionero de Nuevo México, concibió la idea de establecer una cadena continua de misiones. Para valorar lo que hicieron los franciscanos metidos en los modernos Estados Unidos, basta arrancar de Texas, ir subiendo hacia el noroeste bordeando la costa del Pacífico y ver algunas de las ciudades que dejaron con el nombre de la Orden franciscana: San Antonio, San Diego, Los Ángeles, San Francisco…
Fray Junípero tenía ya cincuenta y cuatro años, una salud no muy fuerte, un pie enfermo, la pierna llagada, y un espíritu apostólico de gigante. Después de caminar más de mil kilómetros con sus nueve compañeros ─de los que dice: “¡tantos y tan contentos!”─, llegaban a la costa del Pacífico, y Fray Junípero arremetía con las fundaciones de la Alta California, en una aventura misionera sin igual. La primera misión, San Diego. Es el 16 de Julio de 1769. Fray Junípero celebra la Eucaristía. Levanta una gran Cruz de madera rústica, construye una barraca como capilla provisional, entona el himno ¡Ven, Espíritu Santo!, esparce abundante agua bendita sobre todo el terreno, hace sonar la campana, abre los libros parroquiales de Bautismos, Matrimonios y Defunciones, que permanecen por mucho tiempo sin estrenar, ¡pero la Misión quedaba fundada!… ¿Qué es hoy la ciudad de San Diego?…
Y con el mismo rito de la Eucaristía, la Cruz en alto, la capilla de madera, el agua bendita sobre los terrenos, y el repicar de la campana, se fundarán entre otras las Misiones de San Juan de Capistrano, San Luis, San Gabriel, Los Ángeles, San Antonio de Monterrey, donde morirá en 1784… Pero, faltaba una muy soñada: -¿Y no le vamos a dar ninguna a San Francisco?… El Inspector del Rey le responde malhumorado: -Si San Francisco quiere una misión con su nombre, que él busque el puesto. El Pobrecito de Asís les hizo llegar hasta la bahía tan buscada y nunca encontrada, y en 1776 quedaba fundada la misión que se convertiría en la envidiable ciudad de San Francisco, hoy tan admirada.
Entre sus 56 y sus 71 años, Junípero navegó unas 5.400 millas y recorrió 8.890 kilómetros, catequizó a miles de indios, administró la Confirmación a más de 5.300 bautizados. ¡Y colonizó a California! En cada misión, se les enseñaba a los indios a criar ganado, para alimentarse con carne y con leche; a conocer las diversas clases de semillas, sembrarlas, cultivarlas, recogerlas, almacenarlas y administrarlas a lo largo del año; a canalizar el agua para regar los campos; a respetar un horario para el trabajo; a edificar casas, aunque modestas. A finales de siglo contaba California con más de 30.000 cristianos y varias “poblaciones”.
El Beato Junípero Serra, apóstol y colonizador sin par. Reconocido por Estados Unidos como uno de los hombres más grandes que han pisado su suelo.