115. Por las Misiones de Oriente

115. Por las Misiones de Oriente

Con ellas pusimos fin a la Edad Nueva, pero necesitaban un complemento. Lo hacemos ahora. ¿Qué pasó en aquellas Misiones tan esperanzadoras?

A finales del siglo XVI y principios del XVII se habían desarrollado mucho las Misiones en el Extremo Oriente: principalmente en la India, China y Japón (lección 111). El papa Gregorio XV, haciendo suya la ilusión de toda la Iglesia, que se sentía misionera, en 1622 creaba en la Curia romana la Congregación de Propaganda Fide: un cuerpo de cardenales y funcionarios que debían estimular, orientar y promover en la Iglesia aquel celo apostólico para llevar la Fe católica a todo el mundo. Esa Propaganda Fide ─hoy llamada Congregación para la Evangelización de los Pueblos─ unificaba para todos los misioneros lo que españoles y portugueses realizaban con éxitos tan sorprendentes en sus extensísimos dominios de América, de la India y Filipinas. Además, la diversidad de culturas imponía crear unos criterios a los cuales atenerse para salvaguardar la unidad de la Iglesia.

Pronto se vio cómo Propaganda Fide había de abrir colegios o seminarios para formar misioneros de todas partes ─especialmente de las dos potencias católicas Francia e Italia─, independientes de españoles y portugueses, los únicos que salían de su patria bajo el patronato regio. Sin embargo, jesuitas, franciscanos y paúles franceses habían ido ya como excelentes operarios a las Misiones de Oriente. 

Parece que los franciscanos fueron los primeros en ver la necesidad de esos seminarios, y en 1628 el Padre Antonio Bolívar ─misionero en el Perú que murió a flechazos de los indios guaraníes con dos compañeros más─, proponía la creación de colegios semejantes.

 

El Seminario de las Misiones Extranjeras de París venía a concretizar esos sueños casi divinos y será en lo porvenir un semillero de abundantes y magníficas vocaciones apostólicas. Su origen hay que buscarlo en un jesuita célebre, en el francés Padre Rhodes, que tiene una historia misionera magnífica. Destinado a Japón, ya el Imperio del Sol Naciente había cerrado las puertas a los extranjeros. Marcha el Padre a Cochinchina en 1624, pero ha de huir a Tonkín, donde llega a convertir a bastantes bonzos y a varios miembros de la familia real, y, aunque aquí se desató también la persecución, la misión llegó a contar hasta 300.000 cristianos. Tiene el Padre que huir de Tonkín y volver de nuevo a Cochinchina, donde llega a bautizar a unos 30.000 neófitos. Perseguido, nueva salida de Cochinchina… hacia Roma, con una idea en la mente: -¿Por qué no hacer obispos y sacerdotes nativos, que disimularán su condición, y podrán apacentar esta grey de Cristo en estas tierras?… Propaganda Fide y el mismo Papa se entusiasman: Sí, a crear varios obispados en Indochina, esa gran península entre la India y China, formada hoy por Vietnam, Laos, Camboya y demás. El papa Inocencio X le da el encargo al Padre Rhodes: ¡Busque sacerdotes seculares para esta empresa!… Y el Padre se dirige a París, donde encuentra al jesuita Padre Bagot, director de jóvenes seminaristas piadosos e ilusionados. Expuesta la idea, estalla el entusiasmo entre aquella juventud idealista. El Padre Rhodes señalaba ya a dedo a tres episcopables, a los que una duquesa les asignaba a cada uno 600 escudos anuales. Más. La noticia salió afuera y París y Francia se enteraron del grandioso proyecto, aplaudido y apoyado por todos los católicos.

 

Las Misiones de Oriente van a conocer durante varios siglos, hasta hoy mismo, días de esplendor y muchos otros de graves persecuciones, que regarán sus tierras con mucha sangre cristiana. De todas esas cristiandades hablaremos en su momento. La India y Filipinas, dependientes de Portugal y España, no sufrieron la persecución religiosa de las otras naciones de Asia, a no ser en ocasiones y con casos esporádicos, como en la India cuando lo del jesuita Padre Brito, a quien se le mató no en una persecución general, sino en una particular contra su misión ante las muchas almas que conquistaba para Cristo.

 

San Juan de Brito, noble portugués, de niño, paje en la corte del rey, marcha a la India donde es ordenado de sacerdote y emprende un ministerio muy a lo Javier: kilómetros y más kilómetros a pie, con una vida penitente que pasma, vestido a la usanza india de la gente pobre: -Yo no soy un portugués noble, sino un indio más, uno de ellos, para ganarlos a todos para Cristo… Bautiza a tantos, que declaró un testigo en el proceso de canonización: -Ya no se podían aguantar sus brazos. Y los catequistas se los habían de sostener con sus manos para que el Padre pudiera seguir bautizando… Le persiguieron los enemigos, que quemaron los templos de la Misión e hicieron prisionero al Padre, en sus cuarenta y seis años, el cual escribió con un carbón en la pared de la cárcel: “¡Adiós a todos! Este año bauticé a más de cuatro mil”. Le cortan la cabeza, descuartizan su cuerpo, lo cuelgan de un palo y al fin lo echan al río. Era el 4 de Febrero de 1693. Al llegar la noticia a Portugal, su madre se presentó enjoyada en el palacio real: “¡Así! Así quiero ser felicitada hoy. ¡Soy la madre afortunada de un mártir!”. Una madre, como hay tantas, tan misionera como el hijo.

 

Volvemos con algunos detalles al origen y fundación del célebre Seminario de París, que será tan glorioso. Y lo primero que ocurrió, propagada la noticia, fue la protesta enérgica de Portugal, que veía mermados sus derechos misionales, pues, fuera de las Filipinas españolas, todo el Oriente, ¡como si fuera tan chiquito!, era sólo para ellos. Propaganda Fide no cedió, y repartía entre los obispos elegidos: Pallu era nombrado Vicario Apostólico de Tonkin; La Motte, de Cochinchina; Cotolendy, de Nankin. Los tres tenían como administradores otros inmensos terrenos, pues el último llegaba hasta Pekín y Corea, aunque no pudo tomar posesión de su Misión pues murió durante el viaje en Indostán. Llevaban de Roma instrucciones precisas sobre lo que significaba el nuevo cargo de “Vicario Apostólico”, y la orden concreta y primarísima de formar clero indígena. Entre tanto, los procuradores que dejaban en París se encargaron de la fundación del Seminario de las Misiones Extranjeras de París, cuyo primer superior elegido el 11 de Junio de 1664, era Vicente Meur.

 

Llegados a sus destinos los nuevos Vicarios Apostólicos, surgieron las primeras dificultades en la misma Iglesia. Eso que instituía Propaganda Fide, que todas las Misiones de Oriente estuvieran bajo la jurisdicción de los Vicarios Apostólicos, les resultaba inaceptable. Portugal exigió que todos los misioneros que fueran hacia allí, deberían pasar por Lisboa y someterse al Metropolitano de Goa. Las antiguas Órdenes misioneras, tan beneméritas, tampoco aceptaban la nueva disposición misional. Años de luchas internas, hasta que el papa Clemente X en el año 1673, con varias disposiciones, a cual más clara y seria, dejaba determinados los derechos y obligaciones de todas las partes interesadas.

 

Los ritos chinos eran una cuestión mucho más delicada que se debatía en estos mismos días. Doloroso cuanto queramos, pero hay que decir la verdad. Cuando los jesuitas entraron en China, sobre todo con el gran Padre Mateo Ricci ─hoy próximo a subir a los altares─, vieron que en China no entraría el cristianismo mientras no se respetaran sus antiquísimas costumbres de veneración a Confucio y el culto a los antepasados, ciertos actos de etiqueta social, etc. y, además, no se suprimieran ciertos ritos, totalmente secundarios, especialmente en el bautismo.

Ricci entró también no como misionero de una nueva religión, sino como un científico que enseñaba con gran prestigio y al fin atraía a la fe ─era lo que él pretendía─ a lo más granado de la alta sociedad, incluido el palacio del emperador (lección 111). Así, de arriba para abajo, China se haría cristiana. Hoy, todos tenemos a Ricci como un misionero genial y todos le dan la razón.

Pero, entonces, chocó contra todos. Los misioneros de las demás Órdenes se opusieron a los jesuitas de manera frontal. Para Ricci, todas aquellas tradiciones chinas no eran ni idolátricas ni superstición, sino cultura noble y perfectamente compatibles con el cristianismo. Para los misioneros tradicionales ─los de Crucifijo en mano y predicación por las calles─, eran un atentado contra la fe católica y un peligro para las prácticas de culto en la Iglesia. Los mismos Vicarios Apostólicos estaban peligrosamente divididos. El asunto se llevó a Roma, naturalmente.

Y sería interminable ahora citar nombres, fechas, disposiciones de Propaganda Fide, documentos pontificios, auténticas contradicciones de los mismos Papas en asuntos meramente disciplinares que no tocaban la doctrina, hasta que quedaron totalmente prohibidos los ritos chinos con derrota total de los jesuitas.

 

Lo peor, sin embargo, vino de la misma China. Clemente XI condenó definitivamente los ritos chinos, y el emperador Kangs Hi, siempre favorable al cristianismo, desterraba a todos los misioneros, mandaba destruir sus templos y prohibía abrazar la fe cristiana. Ante situación tan desesperada, el Papa mandó en 1720 como legado suyo a Mezzabarba, pero el emperador ni quiso recibirlo. Muerto Kangs Hi en 1722, le sucedió Yungcheng, que desencadenó por fin la persecución sangrienta.

Así y todo, en Roma seguían con las discusiones interminables. Benedicto XIV, con su bula Ex quo de 1742, confirmaba todas las condenaciones anteriores y obligaba a todos los misioneros a aceptarlas sin atenuantes.

¿Acierto? ¿Desacierto en esta espinosa cuestión de los ritos chinos? Hoy miramos el asunto con ojos muy diferentes. De una cosa estamos ciertos: de que a la difusión del cristianismo se le dio un frenazo demasiado fuerte. La Iglesia, aceptada en aquellos años, podía haber sido en China una potencia grande y de mucha valía.