114. Primeros Papas de la Edad Moderna

114. Primeros Papas de la Edad Moderna

Sólo algo de los principales. Son interesantes por el momento en que les tocó gobernar la Iglesia. Pero no podemos extendernos con ninguno.

 

Inocencio X (1644-1655). Ya dijimos algo de él (lección 102) porque le tocó el hecho de la Paz de Westfalia, con la que se inicia la Edad Moderna. Digamos de él que fue un buen Papa. Lástima también de su nepotismo. Fue demasiado ingenuo y cayó en la trampa de los suyos, sobre todo de su cuñada Olimpia, ambiciosa, dominadora, por cuya culpa se reavivaron en Roma las fiestas fastuosas, mundanales, nada cristianas. El Papa postridentino debiera haber puesto freno a esas desviaciones. Por ejemplo, el embajador del rey de España Felipe IV fue a Roma para “ganar el Jubileo” de 1650 y se presentó al Papa con el séquito de 300 carrozas… – Fue valiente contra el Jansenismo y lo condenó con toda resolución. Y en cuanto a la ciudad de Roma, la embelleció mucho, como la Plaza Navona y con la creación de la Villa Pamphili. Revistió de mármoles preciosos las columnas de la Basílica del Vaticano. Su muerte fue muy piadosa, asistido hasta el final por el general de los jesuitas Padre Oliva. Pero su entierro fue de lástima, por culpa de sus parientes, tan favorecidos por él. Un aviso mudo de Dios para los Papas nepotistas…

 

Alejandro VII (1655-1667). Se negó desde un principio muy sinceramente a favorecer a los suyos, pero al fin, mal aconsejado, cayó en el mismo defecto que su antecesor. Otro Papa nepotista, aunque contra su voluntad, y le resultó también mal. Personalmente, muy piadoso, humilde, caritativo. Mandó a Bernini que le hiciera un ataúd para su cuarto, de modo que al despertarse por la mañana viera primero de todo lo que sería un día. En cuanto al Vaticano, le cabe la gloria de haber contado con el genial Bernini, al que encomendó la Plaza elíptica que nos sigue embelesando con sus dos brazos que quieren abarcar el mundo, formada por esas 296 columnas imponentes en cuatro series y coronadas con 182 estatuas de Santos esculpidas por discípulos suyos. En su pontificado se destacaron dos hechos muy singulares. – Muy doloroso el primero, como fue la patraña urdida por el embajador de Francia, cuando murió uno de su guardia en un altercado con la guardia pontificia. Era lo que esperaba el rey Luis XIV. No valieron las justas excusas del Papa. Hasta Voltaire (!) cargó la culpa contra el embajador. El rey se apoderó de Aviñón y del condado Venesino. Sujetó al Papa a humillante abdicación. Y se negó ─¡naturalmente, porque le convenía!─ a alistarse en la Liga contra los turcos preparada por el Papa. – El otro hecho fue consolador y clamoroso en toda Europa. Cristina de Suecia, reina desde niña por decreto de su padre el furioso protestante Gustavo Adolfo, querida de todos por su formación militar, varonil, y dotada de bellísimas cualidades, no se casaba, preocupaba a la población porque no iba a dejar descendencia…, llamó secretamente a dos jesuitas italianos que entraron disfrazados en Suecia ─¡imposible una luterana hablar con un cura católico!─, se instruyó en la fe, abdicó al trono, y colmada de honores en todas partes llegó por fin a Roma, abjuró antes en Innsbruck públicamente del protestantismo, y el Papa y toda Roma la recibió como podemos imaginarnos. Buena católica, pero orgullosa, caprichosa y de carácter muy masculino, su piedad no fue muy notable, y esto la hizo desmerecer algo. Dada a las artes y a los libros, su palacio dejó maravillado al mismo Papa. Sus últimos años fueron más calmados, y al morir fue sepultada en la Basílica Vaticana en serio monumento.

Clemente IX (1667-1669). El lema que escogió para su pontificado lo dice todo: “Clemente para los demás, pero no para sí mismo”. Dice de él un historiador no católico que  “Poseía en alto grado todas aquellas virtudes que consisten en la ausencia de defectos, en la pureza de las costumbres, la modestia y la moderación”. Ya en el primer mes de pontificado, había repartido a los necesitados la enorme cantidad de 600.000 escudos, y ni uno para sus parientes. Buen golpe al nepotismo. Para los demás, generoso, hasta hacerse célebre su palabra a todo el que acudía a él: “Concedido”. En la Basílica vaticana hizo poner un confesonario expreso para el Papa, que bajaba cada día a atender a los fieles en confesión.  Amantísimo de la paz, pero se mantuvo firme contra el Jansenismo, suavizó la postura hacia los herejes para atraerlos de nuevo a la Iglesia. Sufrió mucho por la caída de Creta en manos de los turcos, fracaso porque Luis XIV de Francia no colaboró nada con el ejército cristiano y hasta pactó secretamente con la Media Luna. Aquel dolor le llevó a la muerte.

 

Clemente X (1670-1678). Muy bueno, pero poco pudo hacer con la fatiga y enfermedad que acompañaban sus ochenta años encima. El hecho más notable, la victoria del rey de Polonia Sobieski que derrotó a los 100.000 guerreros turcos de Mohamed, aunque fue lástima que, por culpa de Luis XIV de Francia, el héroe polaco no pudo seguir adelante.

 

Inocencio XI (1678-1689). Un Papa santo, beatificado por Pío XII en 1956. Rarísimo, pero los tres grupos de cardenales, eligieron por unanimidad al cardenal Odescalchi. Así sería de bueno, aunque se mostró después tan enérgico cuando hizo falta. Por ejemplo, a su sobrino, que soñaba en el cardenalato: -A formarte bien en el colegio de los jesuitas, y con ello tienes bastante… En los famosos artículos del Galicanismo (lección 112): -Sobre los cuatro, condenación absoluta… El apuro del Papa fue grande con el asedio de Viena, defendida por el héroe Stahrenberg mientras se veía sitiada por 200.000 soldados turcos. Como San Pío V por Lepanto, Inocencio rezaba y, aunque el rey francés Luis XIX ni ayudó y hasta estorbó, Sobieski de Polonia rompió el cerco el 12 de Septiembre de 1683, dejando 20.000 turcos tendidos en el campo de batalla. El Papa, agradecido al Cielo, instituyó como memoria la fiesta del Nombre de María para el día de tan señalada victoria, que, ahora sí, alejaba para siempre de Europa el peligro musulmán. – Fue acusado de rigorista porque se opuso al mundanismo que se estaba reavivando en Roma. Exigió a los cardenales austeridad. Prohibió el quietismo de Molinos, a pesar de que siendo cardenal le había entusiasmado de momento. Pero vio sus peligros y descubrió sus males a tiempo.

Digamos algo del quietismo aunque no sea más que unas palabras. Se debió este movimiento de oración espiritualista a Miguel Molinos, sacerdote español y aragonés. En Roma hizo muchos adeptos a su enseñanza sobre la oración mística, malinterpretando a Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Había que dejarse llevar del Espíritu, sin ningún deseo de amor, de temor, de premios, de castigos, de cielo o de infierno, de avanzar o de retroceder en la virtud, de nada que turbe o preocupe el alma, con tal que ésta permanezca siempre abierta a Dios sin interés ni terreno ni espiritual alguno… Precioso todo. Sublime. Pero fatal. El elemental “agere contra” de San Ignacio, “lucha contra ti mismo” ante cualquier pecado o mala tendencia, no tenía sentido alguno. Gente influyente, como cardenales, la reina Cristina de Suecia, estaban entusiasmados, confiaban en su dirección, ¡y se descubrió la vida inmoral que llevaban bastantes sacerdotes guiados por esta espiritualidad!… El papa Inocencio, al principio favorable a ella, la condenó en 1687.

En Francia se extendió otra especie de molinismo, no tan radical, por obra de la viuda, piadosa pero pseudomística, Juana de la Motte Guyon, y, aunque moderadamente, cayó en ella el gran Fenelón, arzobispo de Cambray, el cual tuvo la humildad y grandeza de alma de retractarse y pedir a sus diocesanos que ni leyeran sus escritos.

Inocencio XI fue un Papa respetado por los mismos protestantes. Los únicos que se oponían a su beatificación fueron los galicanos franceses.

 

Alejandro VIII (1689-1691). Muy bueno. Aunque de pontificado muy corto, logró pacificar con la Santa Sede a Luis XIV de Francia, que devolvió al Papa Aviñon y el condado Venesino. Además, condenó lo mismo el rigorismo jansenista como bastantes proposiciones laxistas de otros en materia moral. Y enriqueció bien la biblioteca vaticana comprando la que dejara la convertida reina Catalina de de Suecia, recién fallecida.

 

Inocencio XII (1691-1700). Se propuso ─hasta tomar su mismo nombre─, imitar al papa Inocencio XI, el santo que no toleró el declive de la Curia y de Roma hacia aquellas costumbres semipaganas en que estaba cayendo. Algo se temían los cardenales, pues el cónclave duró cinco meses hasta que salió elegido Antonio Pignatelli. Y lo primerísimo que hizo: ante el escandaloso favoritismo de Alejandro VIII a su familia, Inocencio XII acabó definitivamente con el nepotismo, que ya no se dio más en la Iglesia. Su norma fue clara y determinante: Los nepotes de los Papas deberán ser únicamente los pobres. Aunque miremos la consecuencia de la Historia: “El descontento producido en Roma fue enorme, pues al nepotismo debía en gran parte la ciudad su vida mundana, y de él se originaba la opulencia de no pocas famitas”. Sólo por esto merecería Inocencio una memoria imperecedera.

 Austero como su modelo el Beato Inocencio XI, procuró formar al clero de Roma en la piedad, austeridad y ejemplaridad para con los fieles. Mandó a los sacerdotes vestir siempre de talar y practicar los Ejercicios Espirituales. Para enseñar la predicación seria y dejarse de la ampulosa que entonces empezaba a ponerse de moda, eligió como predicador apostólico al célebre y fervoroso jesuita Padre Segneri.

Con la rebelde Francia, consiguió que tanto los obispos como Luis XIV se retractasen de la firma de los cuatro artículos del galicanismo, triunfo grande de verdad.

Murió Inocencio XII a mitad del Año Santo de 1700, que había promulgado con ilusión y que se vio muy concurrido en Roma con muchos visitantes.

 

Y ya vemos, que a pesar de las dificultades que se estaban echando sobre la Iglesia ─por el jansenismo sobre todo─, los Papas respondían a los ideales establecidos por el Concilio de Trento. La Iglesia mejoraba día por día.