Octubre 12, 1492. Un momento cumbre en la historia del mundo y una página brillante en la Historia de la Iglesia.
No tenemos que contar ninguna historia que no sepamos. Ni vamos a hablar de la colonización de la América recién descubierta, sino de la evangelización del Continente. Y nos encontramos sin más con una sorpresa: son dos naciones, como tales, como naciones, las que se van a encargar de esa empresa divina. España y Portugal con sus monarcas, y con la aprobación y el mandado del Papa, son quienes llevarán el Evangelio a aquellas nuevas gentes. Ellas cargarán con el envío de los misioneros, con muchos de los gastos, con las leyes cristianas que se impongan. Y aquí empezamos con una observación necesaria del todo. Hay que distinguir desde el principio entre España y españoles, entre Portugal y portugueses. Todos entendemos el asunto y vemos la razón.
Los colonizadores, individuos particulares, iban en busca del oro, es decir, iban a hacerse ricos, y, por muy católicos que fueran, no siempre respetaban las leyes más elementales de la justicia y de la caridad.
Al revés de los reyes y de los misioneros, que mandaban los primeros, y marchaban los segundos, sólo por extender la fe cristiana.
Con seriedad histórica, digamos desde el principio una palabra sobre la llamada leyenda negra. ¿De dónde y cómo nació? Los colonos cometían abusos contra las leyes mismas de España, y surgieron defensores de los indios, sobre los cuales descuella el dominico Montesinos, y después Fray Bartolomé de las Casas, el cual decía la verdad, aunque él mismo contribuyó a la importación de negros a América y hasta contó con algún esclavo propio; pero una vez en España definitivamente ─ya que nombrado obispo de Chiapas en México no residió sino un año en su diócesis─, hoy se sabe, por su mismo estilo al escribir, que hizo mucha literatura exagerando las cosas hasta lo indecible, y él, misionero español, contribuyó como nadie a esa leyenda, fomentada después por ingleses y holandeses protestantes. Pero la diferencia entre los colonizadores estuvo en que los españoles mezclaron la sangre constituyendo una nueva raza mestiza o mulata, mientras que los ingleses y holandeses eliminaban cuando les convenía…
También desde ahora hay que conocer la decisión del papa Alejandro VI, que en 1493 trazaba la línea divisoria para la evangelización entre España y Portugal: hasta cien millas al oeste de las Azores ─aumentadas después entre españoles y portugueses a 370─, todas tierras descubiertas o por descubrir le tocaban a Portugal; las de más allá, a España.
Y entendamos también lo del Patronato regio. Los Papas, ante la imposibilidad de encargarse ellos de la evangelización de América, concedieron privilegios y más privilegios a los reyes de España para que ejercieran ellos el derecho de patronato en la evangelización, y lo hacían por el Consejo de Indias establecido en España y las doce Audiencias repartidas por América. El rey español venía a ser como un Papa con tanto poder espiritual. Y lo mismo el de Portugal sobre Brasil y la India.
¿Cómo respondieron a su misión España y Portugal? Por todos los testimonios, aducimos uno solo bien independiente, el del historiador belga Van der Essen:
“El papel desempeñado por España y Portugal en la empresa del Nuevo Mundo es debida ante todo a su espíritu católico. Se puede afirmar que los españoles y los portugueses cumplieron en gran parte el deber que les impuso el romano Pontífice. En las leyes, decretos e instrucciones ponen en primer término los intereses de la conversión. Es justo constatar que españoles y portugueses, en virtud de sus leyes de patronato, promovieron sin descanso la conversión e instrucción de los indios, establecieron una jerarquía eclesiástica, crearon parroquias, protegieron a los misioneros. Porque en España y Portugal, la Iglesia y el Estado, más que en otras partes, eran en esta época una sola cosa, y estos pueblos vivían realmente su religión, mezclando íntimamente su fe con la vida de cada día. Por esto la mezclan en todas las grandes empresas en las que intervienen, aunque tengan un carácter puramente material. Sería un error designar como hipócritas estas afirmaciones”.
Acabada con este valioso testimonio la introducción, del todo necesaria, nos metemos de lleno en estas lecciones que tanto nos interesan.
Las Antillas se llevan nuestra primera mirada. Aquel 12 de Octubre de 1492, el sacerdote secular Pedro Arenas, compañero de Colón, elevaba al cielo por primera vez en nuestras tierras la Santa Hostia y el Cáliz de salvación. Era en la isla de San Salvador (¡primer nombre que ponían!), la Hispaniola o Haití, la Dominicana. En su segundo viaje, Colón ya llevaba consigo una expedición misionera compuesta por dos Padres Jerónimos y tres franciscanos. Se fundan en 1504 las primeras diócesis, que se reestructuran en 1511 con San Domingo como Primada, y la importante de San Juan de Puerto Rico que recibía en ese mismo año a veintidós misioneros franciscanos. A Cuba llegaban los franciscanos ya en 1495; en 1515 se fundaba la diócesis de Baracoa y en 1522 la de Santiago.
Panamá fue la primera tierra firme del continente que recibió el Evangelio, ya que en 1511 se fundaba la diócesis de Santa María del Darien, pasada en 1519 a Panamá. De las otras regiones de Centroamérica, Honduras recibía en 1527 a seis misioneros franciscanos, y fundaban su primera comunidad en Trujillo. En 1531 entraban en Nicaragua, que pronto contaba con las diócesis de Managua y León. Le siguió Costa Rica en 1536, Aunque antes, en 1533, ya se había fundado con su obispo Francisco Marroquín la diócesis de Guatemala, auténticamente privilegiada por los muchos misioneros que a ella llegaron, franciscanos, dominicos, entre ellos Las Casas, mercedarios y jesuitas. Cuando llegue el 1600, los franciscanos tendrán allí veintidós conventos, catorce los dominicos y seis los mercedarios. El Salvador dependió de Guatemala hasta 1743; en 1842 se establecía la diócesis de San Salvador, elevada en 1913 a arzobispado.
Méjico. Desde la entrada de Hernán Cortés en 1519, México constituye una epopeya de evangelización, iniciada por el mismo capellán de Hernán Cortés, el mercedario Padre Olmedo, al que siguieron cantidades de misioneros, pedidos por el mismo conquistador al emperador Carlos V, y unos tras otros llegaron franciscanos, dominicos, mercedarios, agustinos, jesuitas, carmelitas… En 1524 desembarcaban en Veracruz doce franciscanos, “los DOCE apóstoles”, a los que siguieron en 1526 los otros “DOCE apóstoles” dominicos. Para 1542 eran ya 86 los franciscanos, y los dominicos tenían formada en 1536 la primera provincia de Santiago. Los agustinos contaban en 1548 con cuarenta y seis conventos, y los jesuitas en 1603 ya eran 345 en todas sus misiones. Nos podemos dar cuenta de lo que significa todo esto. México, con tanto operario apostólico, se convirtió rápidamente en una nación católica extraordinaria. Naturalmente, habaríamos de tener en cuenta con que el México de entonces ocupaba grandes territorios de lo que hoy es Estados Unidos, de modo que el Evangelio fue llevado, aunque con enormes dificultades, muy hacia el norte, como Nuevo México, California, la Florida…
Hoy está admitida la aparición de la Virgen de Guadalupe como realidad histórica indiscutible, y que ha tenido una influencia enorme en el catolicismo de México. Dicen que gualalupano y mexicano son dos términos convertibles… La Virgen guadalupana fue y sigue siendo la Estrella de la Evangelización no sólo en México sino en toda nuestra América, que la tiene como Reina y Madre.
Resulta un imposible querer traer a tantos misioneros distinguidos en México, porque son innumerables. Sin embargo ─y valga uno por todos─, citamos a un humilde religioso lego franciscano, el Beato Sebastián Aparicio. Seglar, uno de tantos colonos que fue allí a probar fortuna. Se casó, enviudó dos veces, y, eso sí, excelente cristiano se dedicó a hacer el bien entre los indios. Valía para todo y hacía de todo: agricultor, ganadero, carnicero, carretero, ingeniero de caminos, iniciador del correo. Hasta bien pasados los setenta años, es un hombre del pueblo, y cuando ya podía pensar en dar el paso a la otra vida, pide entrar en los franciscanos: -¿Y qué hacemos con un hombre de setenta y dos años?… Pero lo admiten, y morirá casi centenario, después de hacer de cocinero, hortelano, limosnero, enfermero. Lo importante es lo que hizo apenas llegado a México. Desembarca en Veracruz, y se dirige a la recién fundada Puebla: ¿Cómo? ¿Tantos cientos de kilómetros a través de los campos, sin camino, y con estos pobres indios llevando el cargamento sobre sus espaldas sufridas?… Así descubrió su misión. Terciario franciscano, y dotado de un talento práctico sin igual, siempre con los indígenas para enseñarles, traza y construye carreteras que le hicieron célebre, como la de México a Veracruz, y después, con el permiso de las Autoridades de la Capital, repite la aventura haciendo la de México a Zacatecas, a la que seguirá la de México a Puebla; enseña la agricultura; amansa toros y novillos; construye las primeras carretas, que a los indígenas les volvían locos de felicidad: ¡Se acabaron aquellas cargas insoportables!… En fin, un misionero y un colonizador único. Todo le nacía de su amor entrañable a Dios y a la Virgen: “¡No perder nunca de vista a Dios!”, se propuso como lema. Se hizo famoso por sus milagros, de manera que los indios lo veneraban en vida y le llamaron el “Sánalotodo”. Murió en Puebla el año 1600, y en 1799 era beatificado un hombre tan singular, laico casado primero y religioso después, modelo de colonizador y de apóstol para toda América.