08. Los pastores

08. Los pastores

Desde Belén, mirando hacia el Sur, se extiende una amplia llanura, y en el fondo, sobre una alta colina, se levantaba el Herodium, un palacio-fortaleza imponente y fastuoso, donde moraba el rey Herodes el Grande, a no ser que estuviera en Jerusalén o en Jericó. No se enteró para nada en medio de la juerga de palacio de lo que estaba ocurriendo bien cerca y enfrente de él; pero lo supieron muy bien un grupo de pastores con sus familias que vivían en unas cuevas naturales, iguales que aquella de arriba en Belén, situadas en los flancos de la grande explanada.

Dormían todos, menos los que estaban de turno vigilando los rebaños. A los de la cueva, los despertó el ángel que les gritaba con júbilo:

-¡No teman, que les traigo una gran noticia, que será de gran alegría para todo el pueblo! En Belén acaba de nacerles un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tienen la señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Y mientras el ángel así hablaba, venían dando gritos los pasmados vigilantes:

-¡Vengan! ¡Salgan! ¡Miren el cielo!…

El firmamento nocturno de Oriente es muy sereno y en él se amontonan innumerables aglomeraciones de estrellas, pero ahora no se trataba de estrellas, sino de un verdadero ejército de ángeles luminosos, que iban cantando con acentos jubilosos nunca antes oídos:

-¡Gloria a Dios en el Cielo, y en la tierra paz a los hombres amados de Dios!

 

Aquellos pastores, en el concepto de los dirigentes de Jerusalén, sumos sacerdotes, doctores de la Ley y fariseos, eran de lo más despreciable del pueblo judío, formaban lo que ellos llamaban “el pueblo de la tierra”, ignorantes, brutos, sucios porque no se lavaban las manos antes de comer, no merecían ninguna atención y ni tan siquiera podían ser admitidos como testigos en un juicio.

Por lo visto, Dios pensaba de manera diferente, pues los escogía como los reporteros del nacimiento más célebre ocurrido en la Historia. Sencillos, creyentes, moradores de la estepa, conocían lo suficiente de su pueblo para saber que un día iba a venir el Cristo prometido, y por eso creyeron y entendieron las palabras del ángel: Salvador, Mesías, Señor…

 

¿Dormir los pastores esta noche? No, sino a preparar la caminata

hacia Belén, dice Lucas.

-¡Vayamos aprisa, a ver todo eso que nos ha comunicado el Señor!

Y se dijeron: ¿qué le llevamos al Rey recién nacido? Algún cordero, un recental, leche, requesón, lana, una piel de oveja, pues ha dicho el ángel de Dios que el niño está recostadito en un pesebre…

No es imaginación vana este modo de pensar. En Oriente era inconcebible ir a visitar al rey o a una persona importante sin llevarle un tributo, un obsequio apropiado.

Apenas rompió el alba, la comitiva ya estaba en camino. Impacientes, “fueron corriendo”, y no les costó gran cosa encontrar en los alrededores de Belén una cueva como las que ellos habitaban en la estepa. “Y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”. Para ellos, ninguna sorpresa, pues todo era exacto conforme a lo que les había dicho el ángel.

 

El asombro grande fue para María y José. Ellos no vieron a los ángeles cantando por el cielo; aquella noche fue tan vulgar como cualquier otra, aunque las horas se les pasaron hasta el amanecer mirando, bajo la semioscura luz de la lámpara, extasiados y locos de felicidad, la carita del chiquitín que Dios les regalaba. Ahora se encontraban con ese grupo inesperado de curiosos que preguntaban:

-¿Y dónde está el niño que ha nacido esta noche?

-Pero, ¿y cómo se han enterado? Mírenlo aquí en el pesebre. Cuenten, cuenten, ¿quién se lo ha dicho?

Los pastores adoraron, hablaban animadísimos con los afortunados papás, les entregaban sus humildes regalos, se sentían contentos a más no poder. Todas las cosas de esta noche sin igual las sabemos gracias a María, el único testigo, como nos lo dice Lucas con su finura habitual: “Y María conservaba todos estos acontecimientos, dándoles vueltas en su corazón”.

 

Por su parte, “los pastores hablaban a todos de lo que habían visto y sabían del niño”. No se callaban nada. Los muchos forasteros que había en Belén por el censo en estos días pudieron enterarse de todo, y   lo  comunicarían  después  en  Jerusalén,  aunque  las  orgullosas

autoridades permanecieran indiferentes del todo. Pero Dios, a su manera, como antes lo hiciera con lo del sacerdote Zacarías, iba metiendo poco a poco la noticia del esperado Mesías.

Termina Lucas: “Al final, se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto”. Como siempre, la aceptación de la fe es de los humildes.

 

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