08. El porqué y cómo de las persecuciones

08. El porqué y cómo de las persecuciones

Ya vimos el inicio y el desarrollo cronológico de las Persecuciones Romanas. Viene la cuestión: ¿eran legales?

 

Ya vimos algo fundamental en la Roma del Imperio: las persecuciones necesitaron una base legal. Sin una ley previa hubieran sido inconcebibles. Repetimos lo que existió desde Nerón: “No deben existir los cristianos”. El único crimen era ser cristiano, llamarse cristiano, llevar el nombre de cristiano. Pero, ¿qué causas motivaron las persecuciones, solamente por el crimen de ser cristianos? Como nadie podía morir sin ser antes juzgado, en el tribunal bastaba confesar o negar que se era cristiano, para recibir sentencia condenatoria o absolutoria. Además, posteriormente, se sometió al acusado a otra prueba: el sacrificar a los dioses del Imperio, ofreciendo incienso a la estatua del Emperador. ¿Por qué?…

Se había establecido el culto oficial del Estado: a la diosa Roma y al “divus”, al “divino” Emperador. No es que se le tuviera por “diosa” a Roma ni por “dios” al Emperador, sino que tanto Roma como el Emperador encarnaban al “numen” o dios de los romanos. Esta religión oficial, instituida por César Augusto sólo con fines políticos, obligaba a las autoridades y jefes militares, pero fue decisiva después en las persecuciones contra los cristianos, pues se declaraban ateos al no aceptar los dioses del Imperio.

 

Mirando las causas de las persecuciones, debemos decir que desde el principio jugaron un doloroso papel los judíos, atestiguado por el filósofo judío, convertido y mártir San Justino, igual que por Tertuliano, que acuñó la frase famosa: “Madre de las persecuciones, las sinagogas de los judíos”. Hipólito, tomando del libro de Daniel la parábola de los dos viejos (los judíos) con Susana (la Iglesia), dice: “Los judíos de la circuncisión están empeñados en dar falso testimonio contra nosotros”, palabras escritas después del edicto de Septimio Severo contra los cristianos. Era natural esta actitud judía. Aparte de rechazar a Jesús como el Cristo, si los paganos identificaban a Jesús con Yahvé, los judíos perdían la protección que gozaban para su culto y los podían haber perseguido a ellos igual que a los cristianos.

 

La masa popular fue el gran causante de las persecuciones. A la alta sociedad le importaba muy poco el cristianismo. Pero el pueblo era instigado y azuzado por los sacerdotes y adivinos de las religiones orientales, porque el único Dios de los cristianos les vaciaba los templos de sus dioses y era el gran peligro para sus intereses. Esos arúspides le enseñaron al pueblo a echar la culpa a los cristianos hasta de las calamidades naturales, como narra Tertuliano: -Si no llueve o llueve demasiado, si se desborda el Tíber, si…, si…, gritan todos: “¡Los cristianos a los leones!”…

 

Las calumnias que corrían en el pueblo, contadas por todos los historiadores y apologistas, eran causa de que todos odiaran a los cristianos y pidieran de manera constante su muerte. Interpretando a su manera las reuniones cristianas por la noche con la Eucaristía, los crímenes ordinarios conocidos por todo el mundo, eran: el ateísmo, el infanticidio con el canibalismo consiguiente, y las uniones incestuosas. Valga por todos este párrafo de Orígenes, el hijo del mártir San Leónidas: “Dicen de nosotros que, al sacrificar un niño, nos repartimos sus carnes; además, queriendo hacer lo que sólo se hace entre tinieblas, apagan las luces y se une cada uno con la primera que topa. Esta calumnia, por absurda que sea, prevalece entre muchísima gente, y por ella se abstienen de dirigir la palabra a un cristiano”.

 

El populacho, embrutecido con los espectáculos, era el que gritaba a los emperadores y gobernadores: “¡Pan y circenses!”. El circo era una escuela gratis de crueldad. Se necesitaban enormes cantidades de víctimas en las cuales aplicar a la vista de todos los mayores tormentos. Hay datos fidedignos de lo que fueron algunas fiestas del circo. Una vez Nerón lanzó una enorme cantidad de soldados pretorianos a luchar contra 400 osos y 300 leones; y en las fiestas de Severo, durante siete días, se lanzaron al circo 700 fieras. ¿Imaginamos cuántas vidas humanas se necesitaban para tal cantidad de animales hambrientos?… Y esto sucedía también con los espectáculos “ordinarios” del circo, para los que las autoridades, al querer satisfacer al pueblo, encontraban víctimas fáciles y muy a mano en los cristianos.

 

Los tormentos más ordinarios que se exhibían incluso a la vista de todos, además de las fieras, eran la verberación ─azotes con varas para los ciudadanos romanos─ y la horrible flagelación para los esclavos, con látigos de correas y nervios con bolitas de plomo y escorpiones metálicos que desgarraban las carnes. Estaban las planchas de hierro rusientes. Era horrible el potro o caballete. Y no digamos la cruz, en la que se permanecía uno, dos y hasta tres días… El historiador Eusebio tiene una página espeluznante. Como los procesos eran públicos, todo el mundo los podía contemplar, y relata lo que presenció él mismo:

“Como se dio licencia universal a todo el mundo para maltratarlos, unos los molían a palos, con estacas o varas, otros los azotaban con látigos, correas o cuerdas. Porque unos, atadas atrás las manos, eran tendidos sobre el caballete y, por medio de unas poleas se les distendían todos los miembros y, seguidamente, por orden del juez, los verdugos les desgarraban con garfios todo el cuerpo, no sólo los costados, como se usa con los asesinos, sino el vientre, las piernas y hasta las mejillas; otros estaban colgados por una sola mano de un pórtico, sufriendo dolor indecible por la tensión de las articulaciones de los miembros. Otros estaban atados sin que los pies les llegaran al suelo, a fin de que con el peso del cuerpo se apretaran más las ataduras. Y todas estas torturas las soportaban no sólo mientras el gobernador les hablaba e interrogaba, sino poco menos que un día entero”… “Yo mismo, que me hallaba presente, fui testigo de ejecuciones en masa, en las que unos eran decapitados, otros quemados, de suerte que las espadas se embotaban, y los verdugos tenían que ser reemplazados de fatiga”. A todos estos y otros tormentos los llamaba el poeta Prudencio, cuando describe el martirio de San Vicente, “ars dolorum”, el arte de inventar tormentos.

 

Las cárceles en que eran encerrados antes de ir a los tribunales no se pueden describir. Ni las imaginamos. Era preferible la muerte a estar encerrados en ellas. Aunque muchos cristianos, hasta ser juzgados y condenados, estaban en custodia libre, eran visitados por los hermanos y, si no podían verlos, sobornaban a los custodios y llegaban los sacerdotes y diáconos, celebraban una comida fraterna, que era la Eucaristía, y les llevaban toda clase de auxilios. Hay testimonios bellísimos. Tertuliano lo dice al principio del escrito que les dirigió a los presos: unos les traen comida para el cuerpo, yo les traigo un libro para su espíritu:

“Escogidos y benditos mártires del Señor, entre los alimentos de la carne que de sus pechos amorosos les suministra en la cárcel la señora Madre Iglesia, y también la piedad de cada uno de los fieles enviándoles algún socorro de los trabajos de sus propias manos, reciban de mi poquedad alguna cosa que sirva para alimento de sus almas”…

 

¿Cuáles eran los efectos de tales tormentos? Es cierto que hubo muchas apostasías: los “lapsi”, los caídos, los que se tiraban para atrás. Esto se dio sobre todo en la persecución de Decio. Hacía bastantes años que la Iglesia gozaba de paz y se había debilitado el espíritu de muchos, con una consecuencia muy grave en la Iglesia. Acabada la persecución, los cobardes apóstatas querían volver, y se originó la lucha entre los benignos ─como el papa Cornelio y San Cipriano, mártires después los dos─, y los rigurosos que hasta negaban a la Iglesia el poder perdonar a los apóstatas. Naturalmente, la Iglesia podía perdonar y perdonaba cuando el renegado daba pruebas de sinceridad y después de larguísima penitencia.

 

El ejemplo de los mártires abría los ojos a los paganos, y de ahí tantas conversiones al cristianismo. Es precioso el testimonio del filósofo judío San Justino: “Yo mismo oí repetir todo linaje de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban intrépidos a la muerte y soportaban todo lo más terrible, empecé a considerar ser imposible que hombres de este temple vivieran en la maldad y en el amor del placer”. Justino lo pensó, se hizo cristiano, y murió como mártir insigne. Pocos años después de escribir eso Justino, escribía Tertuliano su desafío al Imperio: “Somos de ayer y lo llenamos todo: las ciudades, las islas, los castillos, los municipios, las audiencias, los campamentos mismos, las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro: sólo les hemos dejado vacíos sus templos”.

 

¿Y eso de que se daban milagros en los mártires, que las fieras no los atacaban, que no sentían los tormentos, y cosas más que leemos en libros devotos?… Mentira todo. Pudo haber algunos casos, con los que Dios quiso mostrar su poder, pero el martirio era martirio, y horribles los sufrimientos. Caso ejemplar, el de San Saturnino que gritaba: “¡Cristo Señor, ayúdame!”. Y su compañero Dativo: “Socórreme te ruego, oh Cristo; ten piedad. Salva mi alma; guarda mi espíritu para que no sea confundido. Te ruego, Cristo, ¡dame paciencia!”. Aunque era un dicho familiar en la Iglesia: “Cristo está en el mártir”.

 

Los tribunales intentaron siempre conseguir apóstatas antes que mártires. Como le ocurrió a San Fileas. Recibida la sentencia, iba resuelto al suplicio, cuando un hermano suyo, abogado, gritó por él: “Fileas pide suspensión de la sentencia”. El juez detiene la marcha: -¿A quién has apelado? -Yo no he apelado a nadie. ¡Lejos de mí renegar de mi fe! No hagas caso del infeliz de mi hermano. Yo doy las más rendidas gracias a los emperadores y al presidente, pues por ellos soy hecho coheredero de Jesucristo…

¿Mayor elegancia cristiana?… Así fue la Iglesia de las Persecuciones Romanas.