El Evangelio de este domingo, en medio de su brevedad, es de una gran riqueza. ¡Hay que ver lo que hace pensar! ¡Y qué ánimos infunde ante los deberes cristianos!
Todo se va en tres expresiones de Jesús. Las dos primeras son un desahogo de su alma. La tercera, una dolorosa previsión.
La primera nos dice:
– He venido a traer fuego a la tierra. ¡Y cómo quiero que estuviera ya toda ella ardiendo!
La segunda añade:
– Tengo que recibir un bautismo. ¡Y qué angustia que tengo hasta que se cumpla!
La tercera concluye:
-¿Piensan que he venido a traer paz en la tierra? No, sino guerra y división.
Las tres aparecen misteriosas, pero la explicación es relativamente clara.
¿Qué significan una y otra, y qué nos pide Jesús con ellas, sobre todo con la última, esa tan extraña de la guerra y de la división, que no se entiende en labios de Jesús, el Príncipe de la paz?…
La primera nos revela una gran ilusión de Jesús: quiere ver metida a la Tierra en un gran incendio y consumida por sus llamas. ¿Cómo no iba a ser así, si se trataba del Espíritu Santo que un día nos iba a enviar, y precisamente en figura de lenguas de fuego, en el día de Pentecostés?
Juan el Bautista lo había dicho a sus oyentes del Jordán:
– Yo les bautizo en agua, pero Él, ese Cristo que viene detrás de mí, los va a bautizar con Espíritu Santo y fuego.
El fuego del Espíritu Santo aniquilará el mal de nuestro suelo, consumirá toda inmundicia de pecado, hará arder los corazones en amor, será el que hará del mundo una nueva creación, con unos cielos y una tierra nuevos… Ante esta visión, ¿Cómo no iba a tener Jesús una ilusión enorme de que llegase pronto, pronto, un día semejante?…
La segunda expresión, sin embargo, resulta de un patetismo conmovedor. Jesús se estremece al pensarlo. Sabe muy bien que ese don del Espíritu Santo tiene un precio muy alto: el bautismo de sangre, la pasión y la muerte atroz que le espera en la cruz. ¿Cómo no va a sentirse angustiado hasta que se cumpla y haya pasado todo?
Sin embargo, no se va tirar para atrás. Jesús no es ningún cobarde que tiemble ante un deber. Sabe que la voluntad del Padre es que muera así por nuestros pecados, que de esta manera salve al mundo, e irá valiente al suplicio por horroroso que sea.
Nuestro bellísimo Bautismo de agua, de fuego y de Espíritu Santo ha de pasar por el bautismo de sangre de Jesús. ¡Cuánto que le debemos!…
La tercera expresión es una previsión muy dolorosa para Jesús. Eso de que no ha venido a traer paz, sino guerra y división, parece una contradicción evidente con sus propias palabras:
– La paz les dejo, mi paz les doy…
Antes de morir, pide a Dios su Padre:
– Que todos sean una sola cosa, como tú y yo somos uno solo…
¿Cómo es que ahora anuncia y asegura división y guerra enconadas? ¿A qué se refiere con ello? ¿Qué nos quiere decir?
No es que Jesús quiera el ruido de las armas ni meter pleitos en las familias, como dice el Evangelio de hoy. Lo que pasa es otra cosa. Y es que la doctrina de Jesús, la verdad, su seguimiento, va a traer como consecuencia lamentable la división entre los hombres, incluso entre los seres más queridos, y hasta consigo mismos.
Cada uno de nosotros se halla ante un auténtico juicio. Cada uno de nosotros nos preguntamos:
* ¿Sigo a Jesús, si o no? ¿Acepto los deberes que me impone la fe, sí o no? ¿Cumplo con todas las exigencias del Evangelio, sí o no? ¿Rechazo los mandamientos que me estorban, los guardo todos, sí o no? ¿Acepto todas las verdades enseñadas por Jesús, sí o no, hasta aquellas que no entiendo o hieren mi orgullo? ¿Llevo una vida cristiana auténtica, sí o no? ¿Profeso mi fe, practico la oración, soy fiel en mis deberes, aunque se rían de mí, aunque haga para muchos el ridículo, aunque me persigan incluso, sí o no?…
Todas estas cuestiones no son teóricas. Necesitan una respuesta. Y esa respuesta se la da cada uno a sí mismo. Por eso podemos decir que la guerra empieza para cada uno consigo mismo.
Con cuánta más razón el vivir la fe meterá división con los que no participan de nuestras convicciones cristianas, aunque sean los familiares y los amigos más íntimos.
Por eso se ha dicho mil veces que para ser cristiano verdadero se necesita ser arriesgado y todo un valiente.
¡Señor Jesucristo!
La paz de mi alma y el fuego divino del Espíritu Santo, dones tuyos tan ricos, exigen también de mí pasar por un bautismo de sangre.
Para ti fue abrazarte con la pasión y la muerte en la cruz. Para mí, el abrazarme con la lucha diaria por cumplir todos mis deberes cristianos. ¿Me tiraré para atrás? ¿Podré ser cobarde, ante el ejemplo tan soberano que me das con tu la valentía?…
P. Pedro García, CMF.