VIERNES SANTO

VIERNES SANTO

¡Viernes Santo! ¿Necesita motivación nuestra seriedad de hoy? ¿Tenemos razón para aparecer con el rostro grave? ¿Es hoy un día como los demás? ¿Hacen bien los que se divierten, sin mirar a esa colina donde se levanta el madero de la Cruz?…
Una santa, la beata Ángela de Foligno, tenía manifestaciones especiales de la pasión de Señor, y en una de ellas le dice Jesús, mientras le enseña los azotes, las espinas y la cruz:
– ¿Te figuras que mi pasión fue una broma, o cosa de risa?…
Así parece que miran muchos las procesiones de hoy: algo folklórico, precioso, digno de conservarse para satisfacción y recreo de nuestra curiosidad religiosa…

Frente a los desaprensivos que así pueden mirar las cosas, las gentes de nuestros pueblos cristianos y católicos las miran de modo muy diferente.
Nuestro pueblo siente y vive la Pasión de Jesucristo.
La muerte de Jesucristo la llora como se llora la del ser más querido.
Ante la Cruz descubre el misterio del mal y el amor infinito del Dios que nos salva.

En la Cruz reaviva la esperanza de la salvación. Y se hace la reflexión de un Agustín:
– Antes que existiera la Cruz no había escalera para subir al Cielo. Y por esto, ni Abraham, ni Jacob, ni David, ni hombre alguno podía llegar allá. Ahora está puesta la escalera de la Cruz.
¿Quién puede desconfiar? ¿Quién no llegará hasta allá arriba?
Sólo se pierde quien se niega a dar unos pasos tan sencillos como subir esa escalera de peldaño en peldaño hasta el final.

Ante la Cruz, sobre todo, nuestro pueblo sabe amar.
Se ha dicho que Dios debiera haber creado dos infiernos.
Uno para aquellos que no le aman, se rebelan contra Él y no le sirven a pesar de que a Dios le deben la creación y el gozo de la vida que disfrutan.
Y otro infierno, diferente y mucho peor, para aquellos que no le aman después de que Dios murió por ellos en la cruz.
Así lo entendía el encantador San Francisco de Asís, que estaba una vez llorando a gritos y con grandes voces junto a su querida iglesia, y le preguntan:
– Hermano Francisco, ¿pero qué le pasa? ¿Qué le ocurre hoy?
– ¿Todavía me lo preguntan? Lloro por los grandes tormentos y penas que dieron tan sin culpa a mi Señor Jesucristo. Y lloro sobre todo al ver que los hombres, causantes de su horrible pasión, vivimos tan olvidados de este beneficio tan grande.

El apóstol San Pablo nos quiere hacer pensar muy seriamente en el misterio de la Cruz, y nos confiesa sus propios sentimientos, cuando les escribe a los de Corinto:
– Al llegar a ustedes no presumí de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado.
Y escribirá después a los de Galacia:
– Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de mi Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.

Y es que Jesucristo Crucificado fue para Dios la fuerza con que salvó al mundo.
Israel mataba en la pascua miles y miles de corderos, con cuya sangre se recordaba la salvación que un día les dio al salir de la esclavitud de Egipto, a la vez que significaba la salvación definitiva que un día les iba a dar. Pero la sangre de los animales era incapaz de pagar por el pecado y de abrir el Cielo.
Es hoy, en la Cruz, donde es inmolado el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo y por el cual el mundo se salva.
El Cielo estaba cerrado a cal y canto para los hombres.
Ahora, esas cinco llagas de Cristo son otros tantos portones, amplios y siempre abiertos, por los cuales entran en la Gloria todos los redimidos.
Dios nos ha reconciliado consigo a los hombres pecadores, justificados ahora por el Espíritu Santo que nos ha merecido la sangre redentora de Jesucristo.

¿Quién no amará a semejante Redentor?… Ante la Cruz de Jesucristo no cabe ni el miedo, ni la desconfianza, ni la frialdad. El Jesús que ha muerto por todos, ha muerto por cada uno en particular, como si en el mundo no hubiera habido más que uno que salvar. Así lo expresaba el Doctor de la Iglesia San Alfonso de Ligorio, que le decía a Jesucristo:
– Si en el mundo no se hubiese hallado otra persona que yo, Tú hubieras bajado del cielo por mí solo, y por mí hubieras derramado tu sangre preciosa.
¡Muy bien dicho por el Santo!
Pero no dice nada nuevo al singularizar la pasión y muerte de Jesús. Porque desde un principio había escrito el apóstol San Pablo, de modo tan ponderativo, hablando de Jesucristo el Señor: “¡que me amó, y se entregó a la muerte por mí!”…

¡Sí, Señor Jesús! Por mí moriste en la cruz.
Y hoy le sigues enseñando al Padre en el Cielo porque allí estás intercediendo siempre por mí esas tus llagas benditas en las cuales tengo mi refugio, el perdón, y la esperanza más segura.

¡Viernes Santo!
Lo celebramos con la seriedad de las grandes cosas de Dios.
Apegados al Cristo de la Cruz, y en ella clavada también nuestra vida entera, con Cristo Crucificado vivimos, con Cristo Crucificado moriremos, para estar después por siempre con Cristo el Resucitado…

P. Pedro García, cmf.