3 de abril | Miércoles de la octava de Pascua

3 de abril | Miércoles de la octava de Pascua



Hch 3, 1-10

En aquel tiempo, Pedro y Juan subieron al templo para la oración vespertina, a eso de las tres de la tarde. Había allí un hombre lisiado de nacimiento, a quien diariamente llevaban y ponían ante la puerta llamada la «Hermosa», para que pidiera limosna a los que entraban en el templo.

Aquel hombre, al ver a Pedro y a Juan cuando iban a entrar, les pidió limosna. Pedro y Juan fijaron en él los ojos, y Pedro le dijo: «Míranos». El hombre se quedó mirándolos en espera de que le dieran algo. Entonces Pedro le dijo: «No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina». Y, tomándolo de la mano, lo incorporó.

Al instante sus pies y sus tobillos adquirieron firmeza. De un salto se puso de pie, empezó a andar y entró con ellos al templo caminando, saltando y alabando a Dios.

Todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, y al darse cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta «Hermosa» del templo, quedaron llenos de miedo y no salían de su asombro por lo que había sucedido.

Salmo 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9
R. (5b) Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Aclamen al Señor y denle gracias, 
relaten sus prodigios a los pueblos.
Entonen en su honor himnos y cantos, 
celebren sus portentos. 
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Del nombre del Señor enorgullézcanse
y siéntase feliz el que lo busca. 
Recurran al Señor y a su poder,
y a su presencia acudan. 
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Descendientes de Abrahán, su servidor,
estirpe de Jacob, su predilecto, 
escuchen: el Señor es nuestro Dios
y gobiernan la tierra sus decretos. 
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.
Ni aunque transcurran mil generaciones, 
se olvidará el señor de sus promesas, 
de la alianza pactada con Abraham,
del juramento a Isaac, que un día le hiciera. 
R. Cantemos al Señor con alegría. Aleluya.

Sal 117, 24
R. Aleluya, aleluya.
Éste es el día del triunfo del Señor,
día de júbilo y de gozo.
R. Aleluya.

Lc 24, 13-35

El mismo día de la resurrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, situado a unos once kilómetros de Jerusalén, y comentaban todo lo que había sucedido.

Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos; pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. Él les preguntó: «¿De qué cosas vienen hablando, tan llenos de tristeza?»

Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha sucedido estos días en Jerusalén?» Él les preguntó: «¿Qué cosa?» Ellos le respondieron: «Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron. Es cierto que algunas mujeres de nuestro grupo nos han desconcertado, pues fueron de madrugada al sepulcro, no encontraron el cuerpo y llegaron contando que se les habían aparecido unos ángeles, que les dijeron que estaba vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron al sepulcro y hallaron todo como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron».

Entonces Jesús les dijo: «¡Qué insensatos son ustedes y qué duros de corazón para creer todo lo anunciado por los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Mesías padeciera todo esto y así entrara en su gloria?» Y comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él.

Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, él hizo como que iba más lejos; pero ellos le insistieron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer». Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: «¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!»

Se levantaron inmediatamente y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, los cuales les dijeron: «De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón». Entonces ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

 

Palabra del Señor.