Queridos hermanos y hermanas, saludos de paz y bienestar para sus hogares. Que Dios, rico en misericordia, les anime a seguir perseverando en la fe y en el amor.
Celebramos hoy la Fiesta del Bautismo del Señor. Con la fiesta de este día concluimos el tiempo de Navidad y pasamos de la liturgia centrada en los misterios de Jesús niño al Jesús adulto. A través del Evangelio de San Marcos, contemplamos hoy al Señor sumergido en las aguas del río Jordán dando comienzo a su vida pública.
El relato nos ubica en los márgenes del río Jordán, donde Juan desarrolla su misión llamando a todo el pueblo a convertirse y bautizarse para esperar la hora de la llegada del Mesías. Juan está lejos del ruido mercantilista y palacial de la ciudad, lejos del ajetreo sacrificial del templo; está cerca de un río que evoca para todo judío un hecho inolvidable: la entrada a la tierra prometida (Josué 1); es decir el hecho cumbre que marcó el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a Moisés.
El Bautista anuncia el advenimiento de alguien que es más poderoso que él. Se trata del Mesías prometido al pueblo por los profetas; aquél que traería la paz y la bienaventuranza divina para los pobres, después de tantos y tantos años sufrimiento. La hora de Dios llega a su punto cero con la presencia de Jesús. Dice el texto que Jesús llegó desde Nazaret de Galilea, un pueblo humilde, pobre y tan insignificante que ni siquiera se menciona en los escritos proféticos. Del silencio y el anonimato de una familia nazarena proviene Jesús. Con José y María aprendió a orar, a escuchar en comunidad las Escrituras que anunciaban la esperanza y la irrupción del mundo nuevo prometido por Dios.
A Nazaret llegó el eco del clamor del Bautista, y como tantos de sus vecinos fue a ver esperanzadamente qué pasaba en el Jordán. Su corazón ardía, su hora había llegado. El sumergirse en el río fue para él toda una experiencia “teofánica”, es decir de manifestación divina. El Padre y el Espíritu llenaron de profunda alegría y fortaleza para realizar con obras y palabras la salvación en su pueblo. Aquél nazareno desconocido, oculto en la pequeñez de los pobres, es el Hijo muy amado del Padre que trae el consuelo para la humanidad.
Permitamos hermanos y hermanas que nuestros hogares sean también Nazaret. Sembremos la fe en nuestros hijos, no declinemos en transmitir nuestras convicciones a pesar de la adversidad de nuestro mundo. Procuremos ser solidarios con el que sufre y realicemos pequeños gestos de compasión ante el dolor humano. La fiesta de hoy es el recuerdo de que nosotros, en Jesús, somos también hijos e hijas muy amados del Padre. Escuchemos a nuestro Maestro que hoy nos llama a unirnos a su marcha a favor de la vida. Este es el tiempo oportuno.
Cordialmente, P. Freddy Ramírez Bolaños, cmf.