CONMEMORACIÓN DE TODO LOS FIELES DIFUNTOS

CONMEMORACIÓN DE TODO LOS FIELES DIFUNTOS

Dicen los que han estado en Tierra Santa que uno de los lugares visitados con más emoción es la aldea de Betania.
En la iglesia que conmemora el milagro de Lázaro, se leen con grandes caracteres las palabras pronunciadas por Jesús ante la tumba del amigo muerto:
“¡Yo soy la resurrección y la vida!”. .
Por más que campee la muerte sobre el mundo, la muerte que parece todopoderosa no es capaz de acallar este grito de Jesucristo.
Cuando hoy visitamos nuestros cementerios para llevar una flor a nuestros seres queridos y musitar una oración por ellos, nos imaginamos a Jesucristo —y así lo adivina nuestra fe— mirando sereno desde un pedestal tanto sepulcro, como diciendo a los que nos ve tristes:
– ¡Tranquilos! El dueño de las tumbas soy yo. Y un día me van a tener que devolver todas sus presas.

Nuestra visita la hacemos de una manera muy diferente de como la puede hacer uno que no tiene fe. El no creyente puede demostrar valentía, y decir:
– ¿Miedo yo a la muerte? No soy ningún chiquillo.
Su actitud está llena de dignidad meramente humana, o tal vez de cinismo des-humanizador.
Por en contrario, el cristiano mira la muerte —la de los seres queridos allí enterrados y la suya propia, que le llegará un día— de un manera muy especial. La mira sin miedos.
Porque el cristiano mira al Jesucristo que murió, pero también al Jesucristo que resucitó. Y se dice, con el prefacio tantas veces escuchado en las Misas de difuntos:
– En Cristo nos brilla la esperanza de una feliz resurrección. Y si nos entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque a tus fieles, Señor, no se les quita la vida, sino que se les transforma. Y mientras se destruye la morada terrena, se construye otra eterna en el Cielo.

Hoy nos paseamos entre las tumbas cristianas, y nos encontramos por doquier con signos de una esperanza cierta y llena de dulce nostalgia.
La Cruz en todas las tumbas y nichos nos dice que Jesús murió por nosotros. ¿Por qué no vamos a morir también nosotros decididamente por Él?…
Esa Cruz nos proclama que el pecado fue eliminado por la Sangre de Cristo.
¿Qué miedo pueden inspirarnos nuestras culpas, si las ha lavado poderosamente el Señor?
La Cruz sobre el sepulcro tiene un significado especialmente esperanzador.
Ese “Descanse en paz” de todas las lápidas, ¿Qué nos dice sino que acaba toda pesadilla de sufrimiento en este mundo, y que en la vida futura no hay más que dicha sin mezcla de dolor alguno?…
Esas palmas esculpidas por doquier, ¿Qué nos indican sino que la lucha se acaba y que el triunfo será definitivo?…
Las estatuas de los ángeles voladores, ¿no son una invitación a subir nosotros hacia el Cielo con las almas de nuestros seres queridos que ya están allí?…
Nuestros pensamientos en la visita al cementerio son así de consoladores.
Y con palabras de la Biblia, que tenemos en nuestros labios, les vamos expresando a nuestros difuntos, como si estuviesen vivos todavía, esos sentimientos que a nosotros nos embargan, porque oímos a Jesús, que nos dice::

* – Yo soy la resurrección y la vida. ¡Espera un poco!…
– Quien vive y cree en mí, aunque muera, vivirá. Y tu creíste, ¿no es así?…
– Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Y tú comulgaste muchas veces, ¿no es verdad?…
– Hoy estarás conmigo en el paraíso. Se lo dijo Jesús al buen ladrón. A ti ya te lo dijo también, ¿no te acuerdas?…
– ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Lo dijo Jesús en la Cruz, y tú también se lo dijiste a Dios. ¿No estás ya con Él?…
– Para mí la muerte es una ganancia, escribía San Pablo. Tu ya te has hecho con esta lotería, ¿no es cierto?…
– ¡Dichosos los que mueren el Señor, pues sus obras los acompañan!, nos dice el Apocalipsis. No te arrepientes del bien que hiciste en la vida, ¿verdad que no?…*

Así vamos hablando a nuestros entrañables difuntos, y nuestros labios se convierten también en fuente de plegarias.
Al pasar por sus tumbas y nichos, vamos diciendo por todos con las palabras clásicas de la Iglesia:
– ¡Dales, Señor, el descanso eterno y brille sobre ellos la luz perpetua!
– ¡Descansen en paz!

Y así, mientras nuestros difuntos se benefician de nuestras plegarias —que ellos nos devuelven agradecidos desde el Cielo o desde el lugar de su Purificación—,
se va avivando nuestra fe en la resurrección de Jesucristo y en la nuestra propia;
se mantiene en tensión nuestra esperanza en la vida eterna;
y nos damos cuenta de que el amor no pasa, de que seguimos amando a nuestros seres queridos, y de que ese amor durará para siempre…

P. Pedro García, CMF.