Es un siglo que debemos entender el que va desde la muerte de Lutero en 1546 a Westfalia en 1648, cuando quedan deslindados los límites de protestantismo y catolicismo. Con ese año se da por concluida la Edad Nueva.
Con las anteriores lecciones nos hemos encontrado en unos siglos totalmente singulares de la Historia de la Iglesia. Se ha llamado “Reforma” protestante a lo que fue auténtica “revolución”, de fatales consecuencias; y “Contrarreforma” a la acción de la Iglesia para oponerse a la herejía luterana. Mucho mejor es decir movimiento protestante, o simplemente protestantismo, y reforma católica a la verdadera reforma de la Iglesia llevada a cabo por las Órdenes religiosas, los muchos y grandes Santos suscitados por Dios en estos días, y, sobre todo, por el Concilio de Trento, a partir del cual se rehizo la Iglesia de tal modo que ha permanecido íntegra, valiente, generosa durante ya casi cinco siglos.
Aunque ya hablamos de Lutero, Zuinglio, Calvino y Enrique VIII, nos conviene dar un vistazo de conjunto al protestantismo en su primer siglo, pasado el cual quedan bien definidas las diversas confesiones cristianas.
Mirando las naciones europeas, vemos que Francia se salvó de caer en la herejía gracias a la Universidad de París, al Parlamento y a los reyes, aunque Francisco I puso en peligro a la Iglesia sólo por su política empedernida contra el rey Carlos V. Nada hemos dicho de los conatos protestantes por entrar en Italia, donde no pudo establecerse, y menos en España, debido a la energía de sus reyes, grandes católicos, sobre todo Carlos V y su hijo Felipe II, los reyes más grandes que ha tenido España. Portugal, lo mismo, por sus monarcas católicos. Polonia se vio en serios peligros, pero permaneció enteramente católica, mientras que en Hungría hizo serios progresos el protestantismo.
Y en cuanto a la Iglesia Ortodoxa, es curioso cómo jugó su papel para mantenerse fiel a sus principios cristianos. Melanchton envió la Confesión Augustana al Patriarca de Constantinopla, el cual ni se dignó responder. Los profesores de Tubinga intentaron meter allí sus errores, y el nuevo Patriarca los refutó uno por uno. Los calvinistas holandeses fueron más audaces, pero el patriarca Cirilo Lucaris, que los admitió, paró juzgado, condenado y ejecutado. El protestantismo fracasó totalmente en la Iglesia Oriental.
Nada vamos a decir aquí del protestantismo de Inglaterra, que no interesa para esta lección. Se adueñó totalmente de la nación, y produjo muchos mártires como ya dijimos, bastantes de los cuales han sido canonizados por la Iglesia.
Lo más importante es seguir el primer siglo del luteranismo, que desembocó en la Guerra de los Treinta Años, finalizada en la paz de Westfalia, y con la cual dejaremos la “Edad Nueva” de la Historia de la Iglesia. Porque, nada más muerto Lutero, empezaron a desarrollarse luchas civiles muy serias, y no sólo doctrinales, entre católicos y protestantes.
Y hay que empezar con algunos hechos acaecidos aún antes de morir Lutero. Por ejemplo, el Edicto de Worms en 1521, cuando Carlos V prohibía en todos sus Estados la doctrina de Lutero, que se obstinó en aquella dieta: -En mis escritos no he dicho nada reprobable; el Papa y los Concilios se pueden equivocar; Roma ejerce sobre Alemania una verdadera tiranía; y yo no me retractaré si no me refutan todo con la Sagrada Escritura… Tiene mucha importancia la Confesión de Augsburgo en 1539, redactada por Melanchton y ratificada enérgicamente por Lutero, con 28 artículos que condensaban la doctrina protestante. Vienen los Artículos de Esmalcalda, redactados en 1537 por el mismo Lutero con 23 artículos fundamentales de su doctrina, y considerados en adelante como la más auténtica confesión protestante luterana. Pero el emperador Carlos V, cuando acababa de morir Lutero, vio cómo los príncipes protestantes se rebelaban contra él, y se decidió a tomar las armas, que salieron victoriosas en la célebre batalla de Mühlberg en Abril de 1547. Fue lástima que Carlos V, más bien llevado de su bondad, no supo sacar el fruto debido de su triunfo. Carlos V, cansado de tanto luchar, cedió el título de Emperador a su hermano Don Fernando, dejaba el reino de España en manos de su hijo Felipe II, y él se retiraba al monasterio de Yuste, sur de España, donde moriría en la paz de Dios el año 1558.
Y así se llegó en 1555 a la importante Paz de Augsburgo, que tan gran papel va a jugar en adelante. Los católicos reconocían oficialmente a los luteranos en el imperio alemán, de modo que, en adelante, habría dos religiones oficiales: la católica y la protestante. Lo malo era que cada príncipe ─por la norma fatal del “cuius regio eius et religio”: el príncipe puede imponer en su territorio su propia religión─, en adelante se convertirán los príncipes en dueños de las conciencias y el protestantismo avanzará aceleradamente. Como ya dijimos (lección 97), se ha calculado que a mediados del siglo XVI tenía Europa unos 60 millones de habitantes, y serían quizá unos 20 millones los que habían sucumbido ya a la herejía de los cuatro grandes heresiarcas de Alemania, Suiza e Inglaterra que ya conocemos.
En los cien años escasos que faltan para 1648, se van a suceder las guerras de protestantes entre sí por sus muchas desavenencias, y otras contra los católicos, aunque éstos intenten meter la reforma tridentina en la forma pacífica exigida por la Iglesia.
Conviene hacer una referencia a las guerras de Francia por causa de los Hugonotes, a los que ya conocemos por la lección 96. Los calvinistas se metieron profusamente en Francia, que por milagro no se convirtió al protestantismo suizo. Se cuentan hasta siete guerras, con la primera en Marzo de 1562, iniciada por los Guisa que mataron a 60 hugonotes. La segunda en 1567 fue vencida por los católicos, que les concedieron a los vencidos la libertad de culto. La tercera, en 1569, ganada también por los católicos, que permitieron a los hugonotes la libertad de cultos en toda Francia menos en París. La cuarta guerra, iniciada por la famosa Noche de San Bartolomé, en Agosto de 1572. Cuestión política más que religiosa, provocó una matanza de calvinistas horrible, sugerida en el palacio real, y extendida a toda Francia; llegaron quizá a 8.000 los calvinistas muertos. La quinta, acababa en 1577 concediendo a los hugonotes para su culto 77 ciudades, una por provincia. La sexta, en 1580, tuvo menos relieve; y la séptima fue cuestión más bien política por la sucesión real, y acabó por poner en el trono a Enrique IV (lección 96). Con más o menos vida, seguirán en Francia los hugonotes durante todo el siglo XVII, hasta que acaben en 1686 bajo el reinado de Luis XIV. Es importante conocer esto, pues todos nos damos cuenta de lo que hubiera sido para la Iglesia Católica el perderse Francia precisamente.
A partir de la Paz de Augsburgo en 1555, y con la reforma de la Iglesia llevada adelante mientras se celebraba el Concilio de Trento, católicos y protestantes están en continua lucha ─no sangrienta precisamente, aunque a veces sí─, los protestantes por conquistar nuevos terrenos, y los católicos por recuperar puestos ya perdidos. Aquí la recién nacida Compañía de Jesús fue valiente y actuó con ojo certero. Aparte de Inglaterra, donde trabajó fuerte y tuvo tantos mártires ─como los canonizados Padres Ogilvi y Campion─, se lanzó hacia el norte de Europa, fundó Colegios, se metía en las Universidades, y hubo jesuita como San Pedro Canisio ─holandés-alemán, Peter Kanijs, latinizado Canisio─, que con su pequeño Catecismo ─más de 400 ediciones, con 200 en vida del autor─, conseguía conversiones y detuvo a innumerables almas ante los errores de la herejía.
El terreno europeo se lo disputaban palmo a palmo católicos y protestantes. Por imposición de los príncipes y debilidad de los emperadores Fernando I y Maximiliano II, aunque católicos, hay que decir que los protestantes llevaban una fuerte ventaja. Pero la suerte se iba alternando. Con el emperador Rodolfo II (1576-1612) y con Trento en la mano, el catolicismo arremete con empuje y reconquista terrenos que se habían perdido. Viene El emperador Matías (1612-1619), y otra vez los protestantes van en auge, hasta que los católicos reaccionan con valentía, empezando por los príncipes católicos, como el duque de Baviera, que siguen la misma ley y derecho que los protestantes: en su territorio imponen su propia fe católica. Desde luego que gran parte de Alemania ya se había hecho protestante. Aunque los luteranos se enzarzaron en luchas con los calvinistas a los que no podían ni ver, hasta decir: Antes que calvinistas, preferimos ser católicos. La Guerra de los treinta años la iniciaron los protestantes contra el emperador Fernando II (1619-1637), que obtuvo grandes victorias hasta 1630, en que sufrió la primera derrota. Francia, con Richelieu y Mazarino, por ir contra los Habsburgos alemanes, fue la gran culpable del retroceso católico, algo recuperado por Fernando III (1637-1657). Alemania estaba destrozada y empobrecida, y así en 1648 se firmó la Paz de Westfalia, nada favorable a la causa católica. Véase la nota de la Noticia de la Edad Moderna antes de la lección 112.
Y así se ha seguido hasta nuestros días. Guerras religiosas, ya no. Pero el resentimiento entre católicos y protestantes no moría nunca. ¿Quién era el Papa de Roma para un protestante? ¿Y qué era el protestante para el católico?… Pero hoy, a partir del querido Papa Juan XXIII (1958-1963), el Concilio Vaticano II (1562-1565) y los Papas siguientes, van desapareciendo las tensiones, y con el bendito “Ecumenismo” estamos todos soñando en que un día vendrá ─y vendrá, porque es el Espíritu Santo quien lo ha soplado en su Iglesia─, el que todos los hermanos, hasta ahora separados, nos demos un abrazo fraternal en la única Iglesia de Jesucristo. La Edad Nueva comenzó con malos augurios, un destierro penoso de los Papas, un cisma, un hundimiento moral del Pontificado por el Humanismo y Renacimiento, y un desgarramiento trágico con la revolución luterana. Pero la vemos acabar con un empuje grande originado del Concilio de Trento, de Órdenes y Congregaciones Religiosas llenas de vida y de una pléyade de Santos insignes de verdad, y abierta a nuevas Misiones que le compensarán con creces las pérdidas sufridas. Aunque los siglos que vienen serán también muy duros, veremos a Jesucristo sacando siempre adelante su obra.