MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 120
Importante confidencia de Claret. Después de ordenarse como presbítero en la diócesis de Vic, le asignaron la parroquia de Santa María de Sallent, su pueblo natal. Y allí, en su lectura de la Biblia y en la oración, sintió la llamada creciente de Dios a “ir más lejos”, a ser misionero del Evangelio más allá de los límites y ataduras de su pequeña parroquia y aun de su patria. Y decidió ir a Roma para que lo enviasen a un país de misión, donde Jesús no fuese aún conocido.
Entre idas y venidas, Claret tardaría casi dos años en dedicarse de lleno a su ideal misionero. Comenzó en Cataluña cuando había cumplido 33 años, y enseguida recibió de Roma el título de “Misionero Apostólico”. En el futuro recibiría muchos más títulos, pero todos contra su voluntad; lo suyo era sólo ser “Misionero Apostólico”. Su vida entera confirmaría, a veces contra viento y marea, esa vocación suya en la Iglesia y en el mundo. Cuando recibió el nombramiento de arzobispo lo rechazó, entre otras razones porque tal cargo le vinculaba a un lugar muy concreto cuando –en palabras suyas al Nuncio- “mi espíritu es para todo el mundo” (EC I, p. 305).
A quien busca conocer y vivir su propia vocación, poniendo sus dones personales al servicio del bien común, Dios le bendice porque colabora con su voluntad de amor. Es lo que enseña Jesús en la parábola de los talentos, mostrando que son elogiados y premiados quienes hacen fructificar así sus dones. Claret lo sabía. Por eso, es fácil imaginar el diálogo de Claret contigo (lector o lectora) preguntándote, después de contarte cómo descubrió él su vocación personal y se decidió a seguirla:
¿Has descubierto ya tu vocación personal en la vida y en la Iglesia? Si la has descubierto, síguela. Si aún no la has descubierto, búscala.