Primera lectura
¿No eres tú, Señor, desde siempre,
mi santo Dios, que no muere?
Tú, Señor, has escogido al pueblo caldeo para hacer justicia
y lo has establecido para castigar.
Tus ojos son demasiado puros para soportar el mal,
no puedes ver la opresión.
¿Por qué miras en silencio a los traidores
y callas cuando el malvado devora al justo?
Tú tratas a los hombres como a los reptiles, que no tienen dueño,
como a los peces del mar:
el pueblo caldeo los pesca con anzuelo,
los atrae a su red,
los va amontonando
y luego ríe sastisfecho.
Después ofrece sacrificios a su anzuelo
e incienso a su red,
porque le dieron rica presa
y comida sustanciosa.
¿Y vas a permitir que siga llenando sus redes
y matando naciones sin piedad?
En mi puesto de guardia me pondré,
me apostaré en la muralla
para ver qué me dice el Señor
y qué responde a mi reclamación.
El Señor me respondió y me dijo:
“Escribe la visión que te he manifestado,
ponla clara en tablillas
para que se pueda leer de corrido.
Es todavía una visión de algo lejano,
pero que viene corriendo y no fallará;
si se tarda, espéralo, pues llegará sin falta.
El malvado sucumbirá sin remedio;
el justo, en cambio, vivirá por su fe”.
Salmo Responsorial
R. (11b) El Señor no abandona al que lo busca.
El Señor reina eternamente,
tiene establecido un tribunal para juzgar,
juzga al orbe con justicia
y rige a las naciones con rectitud. R.
R. El Señor no abandona al que lo busca.
El Señor es refugio del oprimido,
su refugio en los momentos de peligro.
Que confíen en ti los que conocen,
porque tú, Señor, no abandonas a los que te buscan. R.
R. El Señor no abandona al que lo busca.
Tóquenle música al Señor, que reina en Sión,
cuenten sus maravillas a los pueblos,
porque el Señor pide cuentas de la vida
y no olvida los gritos de los oprimidos. R.
R. El Señor no abandona al que lo busca.
Aclamación antes del Evangelio
R. Aleluya, aleluya.
Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la muerte
y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
R. Aleluya.
Evangelio
En aquel tiempo, al llegar Jesús a donde estaba la multitud, se le acercó un hombre, que se puso de rodillas y le dijo: “Señor, ten compasión de mi hijo. Le dan ataques terribles. Unas veces se cae en la lumbre y otras muchas, en el agua. Se lo traje a tus discípulos, pero no han podido curarlo”.
Entonces Jesús exclamó: “¿Hasta cuándo estaré con esta gente incrédula y perversa? ¿Hasta cuándo tendré que aguantarla? Tráiganme aquí al muchacho”. Jesús ordenó al demonio que saliera del muchacho, y desde ese momento éste quedó sano.
Después, al quedarse solos con Jesús, los discípulos le preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos echar fuera a ese demonio?” Les respondió Jesús: “Porque les falta fe. Pues yo les aseguro que si ustedes tuvieran fe al menos del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a ese monte: ‘Trasládate de aquí para allá’, y el monte se trasladaría. Entonces nada sería imposible para ustedes”.
Palabra del Señor.