El Evangelio de este Domingo puede que a veces nos haga muy poca gracia, porque es exigente a más no poder. Nos maravilla, eso sí. ¡Pero, es tan duro el aceptarlo!… Y, sin embargo, nos encontramos con la quintaesencia del Evangelio, precisamente. Porque todo el mensaje de Jesucristo se centra en el amor. Y podríamos hablar así:
Dios es amor, y me ama.
Porque Dios me ama, me envía Jesucristo su Hijo para salvarme, cuando por el pecado no había remedio para mí.
Jesucristo me ama hasta la muerte, y me manda amar a mi hermano como Él me ha amado a mí también.
Si Dios y Jesucristo me han amado a mí hasta perdonarme mi pecado y ahorrarme la condenación, yo tengo que amar a mi hermano aunque sea enemigo mío y aunque me haya ofendido hasta la muerte…
Esto es muy bonito de decir. Pero todos sabemos que este mandamiento del amor a los enemigos es lo más difícil que nos impuso Jesucristo.
Y porque Jesucristo sabía lo que nos iba a costar, hizo lo inimaginable. Estando clavado en la cruz, en medio de sufrimientos atroces y mientras se le burlaban de la manera más inhumana, dejó salir de sus labios la plegaria desconcertante: “¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!”.
El ejemplo valía por miles de sermones y discursos. Todas las disertaciones de Jesús sobre el perdón de los enemigos, ni las hubiéramos entendido ni las hubiéramos aceptado. Pero ese “¡Perdónalos!” del agonizante del Calvario lo tenemos todos metido en el pecho como un puñal afilado…
Y este es el Evangelio de hoy, con el que nos dice Jesucristo:
A amar, como les ama Dios.
A amar, como les amo yo.
A olvidar de una vez para siempre ese “ojo por ojo” y ese “diente por diente”, que decían los antiguos.
A hacer el bien no sólo a los amigos, sino a los enemigos.
A distinguirse de los paganos, porque con amar a los que les quieren bien a ustedes no hacen nada especial. Eso lo hace cualquiera.
A amar como ama su Padre celestial, que hace salir el sol sobre los buenos y los malos, y hace caer la lluvia sobre las tierras de los malos lo mismo que sobre el campo de los buenos…
Por lo mismo, a ser misericordiosos, buenos y perfectos, como lo es su Padre celestial.
¿Esto? Esto sólo ha sido capaz de decirlo, mandarlo y exigirlo Jesucristo.
Él se ha puesto a la cabeza de los cumplidores de ley tan dura, y así tiene autoridad como hombre, aparte de su autoridad divina, para exigirnos un amor que nosotros no admitiríamos jamás.
No deberían salir en la televisión ni sacar en los periódicos ciertos reportajes que se adentran mucho en la intimidad de las personas. Pero, ya que salieron y pudieron ser testigos millones de televidentes y lectores, no será un despropósito demasiado grave el recordarlos aquí.
Se trataba de familiares de los asesinados por una banda terrorista. Interrogados, unos declaraban, junto con su dolor profundo, su resignación más ejemplar:
– Perdonamos de corazón a los asesinos, y rogamos a Dios por ellos.
Nos descubrimos reverentes ante cristianos tan estupendos. Pero otros concretamente, la madre de una de las víctimas, nos ofrecían una estampa muy diversa. Se comprende su dolor, pero es inaceptable esa postura en una bautizada:
– ¡No, no perdono! Ésta es mi última decisión…
Esto lo decía ella. Nosotros esperamos que semejante decisión no sea ni última ni irrevocable. La Gracia puede y podrá más que la naturaleza…
Esto que pasa a nivel individual, puede pasar también a nivel de Iglesia. ¿Nos persiguen? ¿Hay quiénes con toda malicia, y por dimensión económica y política, tratan de arrancar la fe genuina en muchas almas? Eso…, lo dejamos en las manos de Dios. Aplicamos aquí las palabras de San Pablo en boca del Señor: “Déjenme a mí la venganza, que yo daré a cada uno según su merecido”. Nosotros perdonamos, y esto nos basta.
Entre las Iglesias cristianas divididas ocurre algo muy diferente y es muy esperanzador. Olvidando antiguas peleas, hoy hablamos, nos respetamos, dialogamos, tratamos de entendernos… Ya no nos ofendemos. Superadas las viejas rencillas, queremos hacer con los hermanos separados que sea una realidad el gran deseo y la petición emotiva de Jesús en la Ultima Cena:
– ¡Que todos sean UNO!…
Y UNO llegaremos a ser si nos amamos como Cristo nos enseña. A esto nos está llevando el providencial Ecumenismo, si es que somos dóciles al Espíritu Santo. Todo ha empezado por reconocer cada uno nuestros fallos y pedirnos sinceramente perdón. Nos amamos, nos perdonamos, y los frutos los tenemos a la vista. El amor habrá conseguido lo que antes parecía un imposible…
¡Señor Jesucristo!
Sí; este Evangelio puede que no nos guste a veces.
Pero es el que más nos engrandece y dignifica, porque nos hace amar como amas Tú y ama el Padre: con un amor sin fronteras y sin distingos, con un corazón en el cabe el mundo entero… ¿Existe grandeza mayor?…
P. Pedro García, CMF.