MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 668,3
En María tenemos un modelo de misionera. María era joven, era pobre y era una mujer de un pueblo perdido de Palestina. Era el prototipo de los excluidos y marginados; y, sin embargo, justamente a ella le envió Dios su ángel para decirle: “Alégrate, favorecida, el Señor está contigo” (Lc 1,28). Fue elegida por Dios para ser la madre de Jesús. Y desde entonces, con su SÍ confiado al Padre, se convirtió en la primera misionera que hizo posible que Jesús se encarnara en nuestro mundo y así después fuera anunciado a muchas personas, por todos los rincones de la tierra.
Su misión comenzó a partir del momento de la Anunciación. Se puso en camino y en actitud de servicio atendiendo a su prima Isabel y proclamando que la misericordia del Señor llega a sus fieles de generación en generación (Lc 1,50). Y así fueron otros momentos de su vida: viajando a Belén, huyendo a Egipto, en el silencio de Nazaret, andando de aldea en aldea con Jesús, acompañando y ayudando también a los discípulos etc. Pero también estuvo presente en el dolor de la crucifixión de su Hijo, y participó de la alegría de su Resurrección, y acompañó a los discípulos reunidos en su nombre.
María siguió y anunció a Jesús y acompañó a los discípulos desde su sencillez, su valentía y su fe. Por eso, María ha continuado estando presente en la vida de los discípulos, en la vida la Iglesia, a lo largo de los tiempos. La devoción a María se ha extendido por muchos pueblos. Ella es tenida como madre, mujer creyente, protectora.
Su imagen entrañable y cercana llega al corazón de cada hombre y de cada mujer porque saben que llevar a María en su vida es aprender a confiar, como ella, que vivió como mujer sencilla y siempre centrada en Dios, entregada a la causa de Jesús. Los pueblos tienen la certeza de que María es el camino seguro para llegar a Dios.
¿Qué importancia doy a María en mi vida? ¿Vivo el espíritu misionero en mi propia tierra, en la sociedad y las circunstancias donde me encuentro hoy?