66. Inocencio III, el Augusto del pontificado

66. Inocencio III, el Augusto del pontificado

Un Papa que merece lección especial. Se le llama con razón el “Augusto” del Pontificado, y es él quien abre  el espléndido siglo XIII.

 

Acababa de ser elegido Papa el año 1198, y vino un verso lastimero: “¡Ay, el Papa es demasiado joven!”. No le sobraba razón al poeta: sólo 37 años contaba el cardenal Lotario, a quien describirán con acierto: “Dotado de relevantes cualidades, de buena presencia, de voz agradable para el canto, de palabra fácil y elocuente, de temperamento vivo y costumbres sencillas”. Morirá también relativamente joven, a los 56 años en 1216, pero merecerá que un monje inglés lo califique como “Estupor del mundo”, y figure así en un catálogo de los Papas: “Sus hechos brillantes resplandecen por igual en Roma que en el mundo entero”.

El nuevo Papa tenía prisa por comenzar, y empezó por casa: se acabaron en la Curia Romana los fraudes; los cardenales habían de trabajar en serio, y el mismo Papa presidía sus tres reuniones semanales; y nada de esperar audiencias, pues la puerta del Papa estaba abierta a todos y, como era tan buen jurista ─su fuerte era el Derecho─, resolvía él mismo los asuntos con expedición y acierto. El pueblo gozaba de nuevo con las homilías dominicales del Papa, como en los tiempos de San Gregorio Magno. En la Curia reorganizada y en la Iglesia de Roma se empezaban a respirar aires frescos.

 

Vinieron inmediatamente las relaciones con los soberanos, y pronto el mundo vio que Inocencio conjugaba una gran prudencia y una delicadeza exquisita con una fortaleza indomable, la cual no se doblegaba por nada ante el deber que le imponía su conciencia.

La pobre Constanza, reina de Sicilia y viuda del emperador Enrique VI, traicionada, se acoge al Papa, a quien nombra heredero feudatario de Sicilia, además de tutor de su hijito Federico. Inocencio acepta los cargos. Será el protector y educador de Federico hasta que le entregue el reino, aunque Federico II, muerto ya el Papa, será el gran tormento de la Iglesia.

Cuando hubo que elegir emperador entre Felipe de Suabia y Otón de Brunswick, el Papa se declaró neutral, a pesar de sus preferencias por uno de ellos. Cuando no hubo otro remedio, y a pesar de toda la oposición, le concedió la corona a Otón por creerlo más digno y de más provecho para todos. Vino el desconcierto. Otón IV no cumplió ninguna de sus promesas, invadió Italia como conquistador y perjuro, y el Papa lo excomulgó solemnemente.

El rey de Inglaterra Juan sin Tierra se enfrentó temerariamente contra Inocencio por la designación del arzobispo primado de Canterbury, al que no reconoció y amenazó: “Inglaterra posee suficientes obispos y no tiene que acudir a que le impongan ninguno de fuera. Juro por los dientes de Dios que echaré de mi reino a todos los sacerdotes y cortaré la nariz y las orejas a los enviados del Papa si éste se empeña en lanzar el entredicho sobre Inglaterra”. Expulsó Juan a los obispos, sacerdotes y nobles fieles al Papa, y cometió atrocidades contra las hijas y mujeres de éstos. Vino el entredicho, y toda Inglaterra se alzó contra el rey, el cual se vio perdido, por el entredicho y los reveses políticos que siguieron. Pero acudió humillado pidiendo protección al Papa, que se la concedió, y el rey Juan entregó Inglaterra como feudo a Inocencio III, el cual se lo devolvió con las cláusulas convenidas.

El poderoso Felipe II de Francia se imaginaba que podría con el Papa en el asunto con la princesa Ingeburga de Dinamarca, de la que quiso divorciarse por nulidad de matrimonio. Fue inútil del todo. El Papa no dio su brazo a torcer.

Ni se ddoblegó tampoco cuando el rey español Pedro II de Aragón quiso casarse con su pariente Blanca de Navarra.

A Alfonso IX de León y Castilla le obligó a separarse por incesto de su mujer Teresa, la cual, retirada en un monasterio, murió con fama de santa. Alfonso volvió a casarse con otra pariente, Berenguela, de la que tuvo seis hijos, entre ellos el que será San Fernando. El Papa se mostró inflexible otra vez ante el “monstruoso incesto”, y Alfonso hubo de ceder.

Al rey Sancho I de Portugal le reprendió severamente por su poco ejemplar conducta de rey y de cristiano, además de hablar mal de la Santa Sede de Roma. El rey pidió perdón, y el Papa se lo otorgó generoso.

Además, le vinieron a Inocencio otros disgustos serios, como el de las abadesas de los monasterios de Burgos y Palencia, las cuales, no contentas con predicar el Evangelio en sus iglesias, escuchaban las confesiones de sus monjas y les impartían la absolución sacramental… Podemos imaginar la reacción del Papa ante abusos semejantes.

 

¿Y por qué Inocencio III, tan bueno y caballeroso, actuaba con semejante energía? La respuesta nos la dio él mismo: “Deseo la conversión de los pecadores, no su exterminio”. Por lo mismo, dulzura, suavidad, no reprensión violenta, como encomendó a los predicadores enviados a los herejes albigenses. Y con ese espíritu trató a todos los soberanos de los jóvenes reinos de Europa, pues estaba al tanto de las Iglesias que habían nacido en ellos.

Siempre con energía y bondad, avisa a los reyes de los países nórdicos ─Suecia, Noruega, Islandia y Dinamarca─ que respeten los derechos de la Iglesia, monición muy acertada a aquellos normandos rebeldes. 

En Polonia la fiel, además de la reforma del clero, se impone ante la pereza con que contribuye a los gastos de la sede Apostólica… Interviene con sus consejos acertados en la guerra civil de Hungría, y bendice gozoso a Kalojan, fundador del reino de Bulgaria. A Ottocar de Bohemia le concede crear un arzobispado en Praga, y se goza por la incardinación de Estonia y las otras naciones escandinavas a la Iglesia Católica… Fue muy bondadoso y comprensivo con la Iglesia de Constantinopla y deseó y procuró ardientemente atraerla de nuevo a la unión con Roma.

 

Este Papa tan grandioso en la sociedad civil era humildísimo en su ciudad de Roma. Cada sábado lavaba los pies a doce pobres y les alargaba una limosna generosa. Igualmente, atendía a los las viudas, a los niños pobres, a los huérfanos y a las muchachas indigentes,  Fundó el célebre Hospital de Santo Spirito en Sassia, dotado por él con esplendidez. Proveyó de ornamentos litúrgicos dignos a las iglesias pobres, y por carta contestaba las dudas que le proponían los sacerdotes más sencillos.

Podríamos traer aquí su celo en la defensa de la fe contra los herejes albigenses y la aprobación de las dos grandes Órdenes de los Dominicos y Franciscanos, pero esto lo tratamos en su lugar respectivo. Inocencio III sólo se movía por el celo de la casa de Dios y, como él mismo dijo alguna vez,  hubiera dado la vida antes que faltar al más pequeño de sus deberes de Pastor universal de la Iglesia.

 

La Cuarta Cruzada fue todo un ideal en la mente de Inocencio III. A los obispos y a los reyes y príncipes cristianos los llamaba con palabras apremiantes, nacidas de la fe, y les echaba encima su poca generosidad: “No han querido abrir sus manos para venir en ayuda del pobre Jesucristo y vengar el oprobio que cada día le infieren los enemigos de nuestra fe. Mírenle de nuevo clavado en la cruz, y ustedes ni siquiera le dan un poco del agua fresca que les pide. Antes que a Jesucristo, prefieren dar su patrimonio a juglares y comediantes y mantener con él halcones y perros para la caza”.

Muy duro el Papa. Y los reyes respondieron. Se organizó la Cruzada, pero, contra la orden del Pontífice, en vez de ir a Egipto y de allí dar el asalto a la Tierra Santa, los cruzados se dirigieron a Constantinopla, por culpa sobre todo de la ambiciosa república de Venecia, que soñaba en las riquezas de la capital del Impero de Oriente. Y la asaltaron, la conquistaron, la saquearon criminal e indignamente, y vino el fracaso más absoluto. Además, contra las esperanzas del Papa, Constantinopla dejó de ser el paso pacífico hacia los Lugares Santos y la Iglesia cismática de Oriente ya no se acercó más a la Roma del Papa. 

 

El otro gran hecho de Inocencio III fue el Concilio ecuménico de Letrán, en Roma. Se abría el 11 de Noviembre del 1215 con verdadera grandiosidad debida a la unión que el Papa había conseguido en toda la Iglesia. Asistían 71 Metropolitanos o Arzobispos, 407 obispos, más de 800 Abades y Priores, aparte de los consejeros que todos llevaban. ¿Y para qué este Concilio? La gran figura de Inocencio III y la unión envidiable de la Iglesia no habían erradicado de ella los muchos males que siempre la aquejaban, y el Papa se determinó a dar un gran avance en la reforma total que se necesitaba.

No hubo más que tres sesiones, el 11, 20 y 30 de Noviembre, y en la última se promulgaron todos los decretos de fe y disciplina que, bien cumplidos, hubieran ahorrado a la Iglesia males muy graves en los dos siglos siguientes.

Al acabar el Concilio, el entusiasmo del pueblo de Roma fue delirante. Pero pronto se iba a convertir todo en tristeza grande. El Papa sentía que le llegaba el fin, como lo había expresado él mismo en el discurso de apertura, con palabras de Jesús en la Última Cena:

“Esta pascua es la que deseo comer con ustedes, de manera que sea mi tránsito del trabajo al descanso, del dolor al gozo, de la infelicidad a la gloria, de la muerte a la vida, de la corrupción a la eternidad, por gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Y así fue, pues moría en Perusa en Junio de 1216.

 

Total, que Inocencio III fue un verdadero padre en Europa. Todos sus reinos formaban una sola familia en torno al Papa, respetado y querido por todos. Las mismas diferencias entre los reyes salían al fin resueltas en bien de todos gracias a la intervención del Pontífice de Roma. Esta estima y esta actitud social nacían de la fe profunda que aquellos pueblos ─antes bárbaros y paganos y ahora civilizados y cristianos─, tenían en el Papa como “Vicario de Jesucristo”. Así empezó a llamarse él en estos días y no “Vicario de Pedro” como le decían antes. La Iglesia era la “Ciudad de Dios” soñada por San Agustín, verdadero reinado de Cristo en la tierra.