65. Cosas de aquel entonces

65. Cosas de aquel entonces

Una lección muy sencilla. Sobre puntos que no nos cupieron en algunas lecciones, pero que son interesantes y nos conviene saber.

 

Desde el principio de la Iglesia han existido en ella las “penas” en orden a la corrección de los abusos y a la conversión de los pecadores públicos. En la Edad Media se aplicaron también penas severas, entre las cuales sobresalían la excomunión y el entredicho. 

 

La excomunión. Nos ha podido llamar la atención la facilidad con que los Papas y obispos lanzaban excomunión contra reyes, príncipes, sacerdotes, contra todos… Ese es el hecho innegable. Aunque nos preguntamos: ¿era siempre justa la excomunión? ¿Había motivo para pena tan grave? Pareciera que en la Iglesia no tenía lugar la misericordia, y lo tenía, pues la excomunión se levantaba apenas el culpable daba una señal de arrepentimiento y pedía perdón. Pero entre tanto, la excomunión causaba un efecto aterrador sobre todo entre los reyes. ¿Por qué? En el derecho civil ─notemos esto: “civil”─, los súbditos quedaban desligados del juramento de fidelidad, y, por lo mismo, se podía llegar con toda facilidad a la deposición del rey, o de cualquiera que tuviese autoridad, pues la había perdido por completo. Además de que en el rey surtía los mismos efectos que en los demás fieles. Por la excomunión, el así castigado no podía entrar en el templo para el culto; tenía prohibidos los Sacramentos; no debía tener sepultura sagrada; y si era clérigo, quedaba privado de todo oficio eclesiástico. Sin embargo, y como se ha observado siempre, en peligro de muerte el excomulgado podía ser absuelto sin más y recibir la Eucaristía como viático.

 

El entredicho era diferente. Recaía sobre las cosas, no sobre las personas, pero tenía unos efectos devastadores. Cuando un rey, o príncipe o un señor cualquiera cometía un gravísimo delito o se sublevaba injustamente, el Papa u obispo podía castigar a todo un principado, a una región o inclusive a todo el reino con el entredicho, por el cual se cerraban todas las iglesias; quedaba suspendido todo el culto; no se podían administrar los sacramentos, fuera del bautismo a un niño; sólo se permitía una Misa el viernes, sin público y con solo un acólito, para consagrar la Eucaristía y guardarla para los enfermos en peligro de muerte; el entierro no se podía celebrar según el rito eclesiástico; la confesión de los pecados se podía tener sólo en la entrada de la Iglesia, etc. Con la fe de aquellos tiempos, el pueblo se desesperaba, y el rey o el señor culpable no tenía más remedio que arrepentirse y volver al buen camino. Hubo entredichos célebres, como el de toda la región decretado en el 1031 por el sínodo de Limoges. Otro, el determinado para donde quiera se encontrase o pasara el rey Felipe I de Francia por el escándalo que dio al repudiar a su legítima esposa para casarse con Bertrada de Montfort, y sólo se acabó el entredicho cuando Felipe se presentó arrepentido y con los pies descalzos ante los obispos reunidos en sínodo el año 1104.

Y fue peor el que Pedro de Capua, delegado del papa Inocencio III, decretó para toda Francia (!) por el escándalo del rey Felipe Augusto al repudiar a su esposa Ingeburga para casarse con Agnes de Meran. Al fin el rey se arrepintió y regresó con su esposa legítima.

El bondadoso Papa inglés Adriano IV (1154-1159), no dudó en poner en entredicho a toda la ciudad de Roma por culpa del Senado cuando se echaba encima precisamente la Semana Santa. El pueblo se enfureció al verse privado de los divinos oficios precisamente durante aquellos días, y el orgulloso Senado, dominado siempre por cuatro familias romanas, no tuvo más remedio que humillarse, pedir perdón, y el Papa levantó el entredicho.

 

El arte románico. No podía faltar una palabra sobre él. Lo mejor que podemos hacer en nuestra América es buscar en Internet, con “El arte románico”, ejemplos que nos lo hagan contemplar y entender. Nacido prácticamente a la vez en Francia, Alemania, Italia y España, ha dejado en toda Europa templos de una monumentalidad magnífica, tan severa como bella. El siglo XI fue el de su máximo esplendor. La iglesia del monasterio de Cluny en Francia dio la pauta para todas las demás, que se diseminaron sobre todo por el “Camino francés” o “Camino de Santiago”, y dejaron como obra máxima la espléndida catedral de Santiago de Compostela, iniciada por el 1075, terminada del todo unos 150 años después, y que sigue siendo la admiración del mundo.

Los monjes cluniacenses derrochaban en sus iglesias un arte y decoración dignas del ampuloso culto que desarrollaban en ellas. A partir de San Bernardo, que rechazaba ese culto esplendoroso, las iglesias empezaron con los cistercienses a perder sus adornos más característicos para quedarse con lo elemental del románico, al que sucedería en el siglo XIII el arte gótico. Entre románico y gótico, la Edad Media dejó sembradas por toda Europa joyas inmortales de un arte religioso digno de Dios.

 

El teatro catequizador. Nuestras célebres representaciones religiosas modernas, como la Pasión de Oberammergau en Alemania, ¿hubieran cabido en la Edad Media? No lo dudemos. Y lo hacían de verdad. En las fiestas más solemnes hacían auténtico teatro religioso.

Un ejemplo, el día de Pascua. El ángel, vestido de blanco, se acercaba al sepulcro, se sentaba sobre la piedra rodada, y esperaba a que fueran llegando algunas mujeres a las que preguntaba: “¿A quién buscan? ¿A Jesús Nazareno? ¡No está aquí, ha resucitado!… Llegaban Pedro y Juan, entraban dentro, y comprobaban que allí no había sino sudario y vendas por el suelo… Venía el canto jubiloso del coro: “¡Ha resucitado el Señor. ¡Aleluya!”…

El día de la Anunciación, la Virgen estaba recogida en oración, bajaba un ángel de cielo, y hablaba con Ella reproduciendo todo el diálogo de Lucas…

El coro cantaba esos “tropos” que se nos han conservado en los salmos responsoriales.

Esas escenas simples y bellas pasaron después a teatro verdadero que se realizaba con toda seriedad en el palacio episcopal u otro lugar digno del todo.

Pero vino también la bufonada, la descortesía, la indignidad callejera, realizada por juglares que se metían también dentro de los templos. Los concilios o sínodos episcopales reprobaban fuertemente esas payasadas irreverentes y desmoralizadoras, como era, por ejemplo, el desfile de burros para conmemorar la huida a Egipto o el domingo de Ramos, con uno montado representando al obispo que arengaba grotescamente a la muchedumbre.

Ante esas necedades de payasos ambulantes, surgieron costumbres bellísimas, como el primer pesebre de Navidad ideado y realizado por San Francisco de Asís, algo que seguimos haciendo en nuestros días. Aquel teatro digno y estas representaciones vivas de los misterios sagrados eran una catequesis plástica y eficiente del pueblo cristiano más sencillo.

 

Los judíos en la Edad Media. Jugaron un gran papel en la vida ciudadana durante estos siglos con el negocio y con la ciencia de sus sabios; pero, a la vez, fueron un auténtico signo de contradicción dentro de la misma Iglesia. Por una parte, perseguidos, con un antisemitismo imperdonable; y por otra, defendidos y con unos servicios ambicionados por todos.

Hoy nosotros tenemos clara la doctrina de la Iglesia igual que el hecho de la historia.

A Jesús lo mataron los romanos entregado a Pilato por los jefes del pueblo judío, pero no fue todo el pueblo el responsable de aquella muerte. La verdad histórica es ésta.

Pero, ¿por qué murió Jesús? Por voluntad propia para expiar ante Dios el pecado de todos nosotros, que éramos por eso responsables ante Dios de aquella muerte. Entonces, nadie podía perseguir a los judíos, y fueron perseguidos por cristianos, a causa de una muerte de la cual todos éramos culpables. Esta es la verdad: responsables materiales, los judíos; responsables morales, todos nosotros.

¿Qué pasaba entonces en la Edad Media? El pueblo tenía antipatía a los judíos porque habían matado a Jesús y la antipatía se convertía en persecución; mientras que los judíos perseguían a su vez a los cristianos por seguir a un Mesías que ellos no admitían. Culpa por ambas partes. Las luchas entre judíos y  cristianos, injustificables del todo.

Los Papas no podían consentir el error, y defendían a los judíos, como lo atestiguan muchos documentos, y daban normas concretas para una convivencia pacífica. Esta defensa la hicieron Papas como Calixto II, Eugenio III, Celestino III, Clemente III y Gregorio IX.

Por parte cristiana, civilmente, los judíos fueron terriblemente perseguidos sin razón alguna durante las Cruzadas: en Alemania por el año 1146, en Inglaterra por el 1190, en Francia por el 1198.

Por parte de los judíos, ciertamente que cometían crímenes contra la religión cristiana, pero eran odiados sobre todo por la usura que ejercían; negociantes siempre, el dinero estaba en sus manos y a ellos acudían todos para préstamos, aunque con un interés altísimo e incontrolado que era la tortura de cuantos tenían que acudir a ellos por necesidad.

Donde más seguros se sintieron fue precisamente en España. Las juderías, que en los otros países llamaban ghetos, eran barrios particulares de ellos, pero la convivencia era muy normal. Los judíos eran muy bien acogidos en el norte cristiano cuando en el sur los perseguían con saña árabes fanáticos, como los almorávides y almohades.

San Fernando como su hijo Alfonso el Sabio aprovecharon muy bien las grandes cualidades de los judíos, que tuvieron figuras muy notables, como Maimónides y Avicebron, o Benjamín de Tudela (1130-1173), el gran explorador, que se despedía emocionado del caudaloso río que baña la ciudad:

“¡Querido río Ebro! Regresaré aunque sólo sea para morir en tus orillas”.

Será lástima lo que pasará a finales del siglo XV con la expulsión de los judíos sefarditas, pero en la Edad Media fue ejemplar la convivencia española judío-cristiana.