64. Gárgano, Compostela y la caridad

64. Gárgano, Compostela y la caridad

Completamos la lección de las Peregrinaciones con algunos detalles, especialmente con la caridad, que se practicaba mucho con los peregrinos sobre todo.

 

Gárgano. El papa Juan Pablo II fue a visitarlo el 24 de Mayo de 1987, y dijo por qué rezaba allí la oración de su gran predecesor: “He venido a venerar e invocar la protección del Arcángel San Miguel y pedirle que defienda a la Santa Madre Iglesia. La batalla contra el demonio es muy real, ya que el demonio está vivo todavía y muy activo en el mundo moderno. ¿Quién como Dios?”… Y le dirigió al Arcángel, protector tradicional de la Iglesia en su lucha contra Satanás, la oración que León XIII mandó rezar cada día al acabar la Misa:

“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha; sé nuestra protección contra la maldad e insidias del demonio; te rogamos humildemente que lo aplaste Dios; y tú, Príncipe de la milicia celestial, con el poder divino arroja al infierno a Satanás y a todos los espíritus malignos que rondan por el mundo para la perdición de las almas. Amen”.

 

Santiago de Compostela merece una pequeña ampliación. Los Papas modernos han visitado muy expresamente la ciudad de Santiago de Compostela en España. Juan Pablo II y después, con intención muy marcada, Benedicto XVI. ¿Por qué? Porque el “Camino francés”, o el “Camino de Santiago”, fue uno de los formadores cristianos de Europa en la Edad Media. Las riadas de peregrinos hacia el sepulcro del Apóstol eran continuas. Empezaron a principios del siglo IX y se convirtieron casi en torrenciales en el siglo XII, cuando el papa Calixto II dijo que “la tradición compostelana en torno al sepulcro de Santiago es recibida y venerada por todos los pueblos cristianos”. Los peregrinos no eran precisamente gentes sencillas, aunque fueran los más, como siempre, sino que allí iban reyes, príncipes, nobles, caballeros, la gente más encumbrada, bajo la mirada de los obispos y con los privilegios más grandes de los Papas. Los monjes cluniacenses, que se habían extendido a todos los monasterios de Europa, fomentaban estas peregrinaciones más que nadie. Ellos fundaron hospederías, hospitales, cementerios especiales y toda suerte de auxilios materiales para los que en su peregrinar no buscaban más que a Dios en aquel lugar bendito.

Muy bien. Esto ya lo sabíamos. Lo raro es que esto ocurriera desde toda Europa precisamente con España, aislada por la cordillera natural de los Pirineos, además de estar España dominada por los musulmanes y en estado permanente de guerra con ellos, auque la Reconquista ya había asegurado la paz en  todo el Norte. ¿Cómo los cristianos de toda Europa no se arredraron por las dificultades, y a pesar de todos los pesares iban con tantas molestias hasta el “Finisterrae”, el fin de la tierra que era Galicia? Por aquella devoción a las reliquias más insignes, y el cuerpo del Apóstol Santiago era insigne de verdad, la reliquia más grande que se conservaba fuera de las de Pedro y Pablo en Roma y las de Tierra Santa con los recuerdos del Señor.

La historia que conserva el monasterio de Cluny en Francia hace descripción fabulosa de las peregrinaciones. Señala habitantes de setenta y cuatro (74) países que peregrinaban a Santiago, “gentes innumerables de toda lengua que llegan por compañías y falanges. No hay lenguas ni dialectos que allí no resuenen. Una ininterrumpida solemnidad, una fiesta continua es la que allí se celebra. Ni de día ni de noche se cierran las puertas de la basílica, y en ella nunca es de noche, porque con luz esplendorosa de candelas y cirios brilla como un mediodía”. Para purificar el aire en aquellas aglomeraciones, estaba el enorme “botafumeiro” ─conservadao hasta hoy─, que lanzaba continuas nubes de incienso.

Pero, cabe preguntar: ¿era cierto que allí estaba el sepulcro de Santiago?… Aquí es la Historia quien tiene la palabra. Ante todo, ¿estuvo Santiago en España? Difícil, aunque no imposible; pues, para el año 44 en que murió, pudo haber llegado de tan lejos y regresado a Jerusalén. Pero no hay documento que lo atestigüe. Entonces, si él no fue a España, ¿pudo ser traído su cuerpo y guardado como reliquia insigne? Difícil. Pero no es imposible que vinieran reliquias suyas junto con otras. Y parece, parece…, que creían tenerlas en la ciudad de Mérida, sur de España, y, al echarse los musulmanes en la Península, los cristianos las quisieron salvar llevándolas bien al Norte, hasta Galicia. Allí les construyeron un templo, que destruyó el árabe Almanzor en el 997, aunque respetó el sepulcro donde se guardaban las reliquias. Después, asegurada la Reconquista del Norte, se construyó la imponente basílica, hoy Patrimonio de la Humanidad. Es todo lo que se puede asegurar: de posibles “reliquias”, se pasó a pensar en la gran “reliquia”, en el “cuerpo entero” del Apóstol. Lo que vino después, ya es todo “devocional”, aunque avalado por la historia más rigurosa.

 

Del ejercicio de la caridad, en especial con los peregrinos, podemos decir muchas cosas, pero es preferible mirar lo que se hacía en los monasterios, ya que ellos, cuando las invasiones de los bárbaros, fueron los grandes maestros de las obras de caridad imitados por obispos, iglesias, reyes y nobles. Como testimonio, copiamos la página del autorizado manual de la BAC que seguimos en nuestro Curso, y que justifica el dicho antiguo: “Los bienes de la Iglesia son los bienes de los pobres”. Así lo decían y así lo hacían.

“Los monasterios de los benedictinos fueron siempre refugio de los menesterosos, donde los desvalidos hallaban caridad y los trabajadores trabajo. Contigua al monasterio se hallaba la hospedería, donde el indigente era recibido y agasajado, como si fuera el mismo Cristo según lo dispuesto por San Benito. El monje hospedero y el limosnero debían cuidar de suministrarles el necesario alimento y a veces vestido. En un sínodo de Aquisgrán, en 817, los abades resolvieron distribuir a los pobres la décima parte de todos los dones hechos al monasterio; el diezmo de todos sus campos y posesiones mandan repartir los monjes de Aflígem en el capítulo de 1110. Raban Mauro, en su abadía de Reichenau, alimentó diariamente en épocas de hambre, a 300 pobres. Cosa parecida hacía ordinariamente en Hirschau. De todos los santos de aquella época nos cuentan maravillosos ejemplos de caridad y generosidad. Odilón de Cluny vendió los vasos sagrados y joyas de su iglesia, y aun la corona imperial del emperador Enrique, “juzgando indigno ─como dice su biógrafo─ rehusar estos objetos a los pobres, siendo así que la sangre de Cristo había sido derramada por ellos”. Pedro el Venerable quería que al peregrino se le diese no solamente hospedaje y sustento, sino además media libra de pan, media pinta de vino y un denario al momento de partir. En ciertos días del año, Navidad, Pascua, Pentecostés, y especialmente durante la Cuaresma, se hacían distribuciones extraordinarias a los pobres, y a la muerte de un religioso se daba su parte a un pobre durante treinta días. Hubo año en que 17.000 indigentes recibieron en Cluny su sustento, y ordinariamente se alojaban en el monasterio 18 “pobres prebendados”, a quienes proveía cuidadosamente el limosnero. Análogas prescripciones contenían los Estatutos de Bec. La abadía de Saint-Riquier sustentaba diariamente a 300 menesterosos, 150 viudas y 60 clérigos. San Popón, abad de Stavelot (+1048), manda que el primer día de cada mes se dé alimento a 300 pobres.

“De la Orden del Cister escribía a principios del siglo XIV Jacobo de Thermes: “La Orden del Cister brilla por su hospitalidad y la abundancia de sus limosnas, hasta el punto que se puede decir que los bienes de la Orden son propiedad de todo el mundo. Los monjes no comen solos un bocado de pan, alegres de compartirlo con el peregrino y el pobre. Si los juristas los atacan, los miembros de los desgraciados los bendicen, porque son los monjes quienes los cubren con la lana de sus ovejas”. Y Cesáreo de Heisterbach: “En 1217, dice, 1.500 personas recibieron un día limosna a nuestra puerta. Los días en que se podía comer carne, hasta la época de la siega, se mataba un buey y luego se cocía en tres calderas con legumbres y se le distribuía a los pobres… Después se hizo otro tanto con los carneros. Los días de vigilia no se daba más que legumbres. Las limosnas de pan eran tales, que el abad temía que iba a faltar el grano antes de la recolección. Aconsejó al hermano panadero que hiciese los panes menos grandes. No sé lo que sucede, respondió el hermano panadero; yo los hago pequeños en el horno y salen grandes”. ¡Y así era en todos los monasterios!

 

Los peregrinos a Santiago ─y habrá que decir lo mismo a los de Roma y Tierra Santa─ pasan los Pirineos por el puerto de Ibañeta, “ahogados en la ventisca de las nieves y otros despedazados de infinitos lobos que criaba la tierra”, de manera que el obispo de Pamplona hubo de fundar el hospital y la colegiata de Roncesvalles. Todo el camino de Santiago estaba jalonado de hospederías y hospitales, atendidos por monjes o por las buenas gentes. Se fueron en la Edad Media mejorando los medios de asistencia a los enfermos, “y se ven surgir infinitos hospicios, orfanatrofios, asilos, hospitales y leproserías, tan necesarias éstas desde las expediciones a Oriente. Porque creían a la lepra terriblemente infecciosa, y sobre todo la veían desesperadamente incurable”. Y trae a este propósito la conocidísima anécdota de San Luis Rey de Francia, tal como la cuenta su secretario Joinville, que por otra parte era muy buen católico. Le pregunta un día el Rey: -Entre la lepra o un pecado mortal, ¿qué escogerías? -Prefiero treinta pecados antes que ser leproso. -Pues yo pienso que no hay lepra tan asquerosa como estar en pecado mortal… Pues, con ser la lepra tan temida, no faltaban los héroes que se daban a cuidar de por vida a los temibles enfermos.

Caridad semejante no era privativa de monasterios, obispos y caballeros fundadores de hospitales, de los que salieron las Órdenes Militares, sino que era la practicada por los particulares. Como la Beata Ángela de Foligno, a la que ya conocemos y tanta influencia tuvo en su tiempo. Asiste a los oficios del Jueves Santo, y después, a una compañera noble como ella: “Vamos a agradecerle este don a Jesucristo”. Provistas de telas finas, marchan al hospital a servir y obsequiar a los enfermos más necesitados y repugnantes…

 

Esta Edad Media, la de los grandes contrastes: guerras continuas, crueldades, vicios…, y con una fe y un amor cristiano que nos pasman. No se podían civilizar en un día pueblos salidos de la barbarie, pero, conocido Cristo, se abrazaban a Él de manera sorprendente. 

 

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