63. Reliquias, indulgencias y peregrinaciones

63. Reliquias, indulgencias y peregrinaciones

Tres puntos vitales en la piedad medieval. Sin conocerlas, no se entiende la Edad Media. Les damos un simple vistazo.

 

  1. Las Reliquias. Tan extendida y profunda era su devoción que fue un exceso, casi una superstición. Ni de parte siquiera del Papa existía un regalo mayor. Y como en Roma se guardaban tantas de tantos mártires de las Persecuciones, el Papa las tenía en abundancia y era el mayor tesoro que enviaba a un obispo para su iglesia, a un abad para su monasterio o a un rey para su capilla. Hay exageraciones que nos parecen inconcebibles: que un príncipe de Suabia regalase parte de su territorio a Rodolfo de Borgoña por una lanza magníficamente decorada con un clavo de la crucifixión de Cristo… Y un monje inglés del siglo XI que relata sobre las reliquias de su abadía: “Aquí se conserva una cosa más preciosa que el oro: el brazo derecho de San Osvaldo. Lo hemos visto con nuestros propios ojos, lo sostuvimos con nuestras propias manos. También se conservan parte de sus costillas y un pedazo del suelo en que cayó”. Puede ser verdad lo de conservase reliquias de aquel santo rey de Northumbria caído en la batalla hacía cuatro siglos. Aunque eso de un trozo del suelo… Así era la obsesión por las reliquias, hasta en monjes cultos. Pero existían dos males serios.

El primero, que fuesen falsas. Y las había, naturalmente, porque se fundamentaba su recuerdo en leyendas inverosímiles que hoy excitan nuestra hilaridad. Sobre todo aquellas  que venían de Tierra Santa: un cabello de la Virgen María…, tela de los pañales del Niño Jesús…, madera de las tres tiendas de campaña que San Pedro quiso hacer en el Tabor…, tierra de sepulcros de los niños Inocentes…, una candela que estaba prendida mientras el nacimiento del Niño en Belén…; aparte de las que podrían haber sido verdaderas pero que resultan imposibles, como tantos clavos de Jesús en la cruz, ¡hasta treinta y tres se contaron!… ¿Y qué pensar de esas que se conservan hasta hoy, como las tres cabezas de los Magos, en la catedral de Colonia? Nadie cree en ellas, desde luego; pero se guardan como un recuerdo bonito y son testigos de la fe del pueblo en los hechos evangélicos. De los mártires de Roma y ciudades del Imperio ya cabe pensar bien, pues sabemos por las actas auténticas que los cristianos se esmeraban en recoger los cadáveres y darles honrosa sepultura. Ciertamente, que a veces llamaban reliquias a lo que sabían que no lo eran, por ejemplo: pasar un paño por el sepulcro de un Santo, repartirlo en pedazos para recordar su fiesta, y decir después que era un vestido usado por el mismo Santo.

El segundo mal, y se extendió mucho, fue el traficar con reliquias, verdaderas o falsas. Fue un quebradero de cabeza para los Papas y obispos. Había tipos, como el diácono Deusdona que en el siglo IX se hizo grandemente rico vendiendo reliquias de los mártires que los Papas mandaron sacar de las catacumbas para poder mandar a Iglesias lejanas.

En medio de los abusos de las reliquias, había mucho bueno que ayudaba grandemente a la piedad cristiana. Como lo que hizo Sancho I de León al conseguir en Córdoba el cuerpo del niño mártir San Pelayo; o Fernando I, que consigue del taifa moro de Sevilla en el año 1063 el cuerpo de San Isidoro y lo lleva en procesión fastuosa también hasta León.

La verdad es que el recto culto a las reliquias hizo un gran bien a la Iglesia, porque sustituyó oportunamente tantas costumbres idolátricas muy entrañadas en aquellos pueblos salidos del paganismo, ya que sus ídolos demoníacos eran recambiados por Santos del Cielo.

 

  1. Las Indulgencias. Otra auténtica obsesión de la piedad cristiana medieval fueron las Indulgencias. Por ganarlas se realizaban los heroísmos más grandes. Sabemos en que consisten. La Iglesia atesora inmensas riquezas de expiación por los pecados, y son las obras meritorias y satisfactorias de los Santos, pero, sobre todo, los méritos infinitos de Jesucristo por su sacrificio en la cruz. Por la Comunión de los Santos, tan viva en la fe de la Iglesia, todos nos podemos intercambiar esos méritos con oraciones, penitencias y obsequios. Sabido es cómo los cristianos de las Persecuciones Romanas pedían a los que iban al martirio que rogasen por ellos. Es indiscutible que el Papa, como Vicario de Cristo, puede aplicar esos méritos satisfactorios a las obras buenas de los fieles. Esta es la doctrina de la Iglesia.

Se practicaba en la Iglesia Medieval, como en la Antigua, la penitencia pública, a la que se sometieron incluso reyes como Felipe Augusto de Francia o el conde Raimundo de Toulouse. Y en la confesión se imponían penitencias muy severas: ayunos rigurosos, limosnas fuertes, peregrinaciones largas y penosas, y hasta la flagelación pública, como la que sufrió Enrique II de Inglaterra. Vino entonces el conceder indulgencias o satisfacción por los pecados sacándolas del tesoro inagotable de la Iglesia. Por una obra buena que se practicara, el Papa o el obispo aplicaba “indulgencias”, y, según por qué obras, la indulgencia era plenaria, es decir, remitía toda la pena que se le debía a Dios y daba la confianza de irse con ella directamente al Cielo sin tanto Purgatorio espantoso… Desde el papa Inocencio III, la plenaria se les quitó a los obispos y era únicamente el Papa quien la podía conceder.

 La Indulgencia plenaria llegó a entusiasmar a la Cristiandad. Ahora entendemos la multitud de hombres que se entregaron voluntarios a las Cruzadas, enriquecidas con indulgencia plenaria, las peregrinaciones a Tierra Santa o Santiago de Compostela, y, nos explicamos esos dos millones (¿?) de peregrinos a Roma cuando el papa Bonifacio VIII instituyó en el año 1300 el primer gran Jubileo o Año Santo.

 

  1. Las Peregrinaciones. Íntimamente entrelazadas con las reliquias y las indulgencias hay que mirar en la Edad Media las peregrinaciones, con el sacrificio que suponían entonces, y que, sin embargo, hacían correr por Europa verdaderas riadas de gentes buscando con ellas a Dios, porque les guiaban hacia reliquias insignes y les enriquecían con numerosas indulgencias, la plenaria sobre todo. Los destinos principales fueron Tierra Santa, Roma, Santiago de Compostela y el Gárgano de San Miguel Arcángel. Movilizaban a multitudes que iban siempre en aire de penitencia, con vestidos burdos, los pies a veces expresamente descalzos y hasta con cadenas al cuello. Pero rebosantes todos de alegría cristiana.

De aquellos tiempos viene el colocar entre las “Obras de Misericordia” más clásicas el “dar posada al peregrino”, algo que ha perdurado hasta los catecismos modernos. Porque si aquellas caminatas interminables eran un acto de penitencia para los peregrinos, eran también para todos la ocasión de practicar la caridad más pura y generosa, manifestada con posadas expresas, tiendas económicas y con hospitales para tantos como enfermaban.

 

Las peregrinaciones a Tierra Santa fueron muy fuertes sobre todo en el siglo X y XI, pero desde allí llegaban a Europa noticias de los malos tratos y hasta las torturas que los mahometanos inferían a los peregrinos cristianos. Aparte de los motivos religiosos y políticos que movieron a reyes y Papas a emprender las Cruzadas, una muy principal fue ésta de la protección de los peregrinos y el cuidado que había que tener de los enfermos. Sabemos que las Órdenes Militares nacieron en Jerusalén precisamente de los Caballeros aquellos que se habían consagrado a esta obra tan caritativa en los hospitales instalados en Jerusalén. Las peregrinaciones a la tierra de Jesús fueron constantes durante estos siglos.

 

Lo mismo hay que decir de las continuas peregrinaciones a Roma para visitar las basílicas de San Pedro y San Pablo. Sin que todas fueran multitudinarias como las del primer Año Santo (lección 72), eran siempre muy numerosas y a su atención destinaban los Papas cuantiosas cantidades sacadas del Patrimonio de San Pedro.

 

Pero las clásicas por antonomasia fueron las peregrinaciones a Santiago de Compostela, en el extremo noroeste de España. De todos los rincones de Europa acudían sin cesar a venerar el sepulcro del Apóstol, cuyo cuerpo, trasladado desde Jerusalén, se creía sepultado allí. Aparte de que se guardaba la tradición de que las reliquias habían venido de Tierra Santa, el “milagro” (pura leyenda) de la lluvia de estrellas sobre aquel campo, hizo que el sepulcro se convirtiera en centro de convergencia para todas las naciones europeas. Todas confluían en Francia, y de allí arrancaba el famoso “Camino de Santiago”, iniciado en Roncesvalles al oeste de Pamplona en Navarra, y conservado fielmente hasta hoy. Tan numerosas, tan continuas y tan universales eran aquellas peregrinaciones, que todos los historiadores están acordes en señalarlas como una de las raíces cristianas más fuertes de Europa.

 

Muy dignas de recuerdo son también las de San Miguel en el Monte Gárgano, al sur de Italia, cerca de donde ahora está el convento del Santo Padre Pío. Es muy firme la tradición de que allí se apareció en el año 490 el Ángel a un campesino y después al obispo, al que comunicó: “Yo soy el Arcángel San Miguel. Esta cueva es sagrada para mí, es de mi elección”. El caso es que las peregrinaciones a la Cueva  fueron constantes, y con peregrinos los más ilustres, como San Francisco de Asís y, en nuestros días, el papa Juan Pablo II.

 

Aunque no fuese oro todo lo que brilla, ─pues las tres instituciones tuvieron muchos fallos─, las reliquias, las indulgencias y las peregrinaciones, en la Edad Media fueron instrumentos en la mano de Dos para mantener a la Iglesia en continuo movimiento de fe, ¡que no era poco!… Estas peregrinaciones a los lugares más venerados de la Cristiandad ─hoy con nuestros medios son un turismo magnífico, pero entonces era viajar normalmente a pie tantos cientos y hasta miles de kilómetros por semejantes caminos─, forjaban unos cristianos valientes, sufridos, generosos, con poca ilustración tal vez, pero de una fe robusta, de de una piedad grande, y de un espíritu de penitencia como ya no se ha vuelto a ver después.