Un acontecimiento de gran importancia a principios del siglo XIII y de enorme influencia para la Historia de la Iglesia: la aparición de las dos grandes Órdenes religiosas, los hijos de Santo Domingo de Guzmán y de San Francisco de Asís.
La Edad Media estaba dando un giro de 180 grados, y los tiempos nuevos que se avecinaban requerían nuevas fuerzas para la conservación de la fe y mantenimiento de la piedad cristiana. La sociedad feudal quedaba trasnochada; las Cruzadas ya no despertaban entusiasmo; despuntaban las primeras grietas en la unidad envidiable conseguida por Inocencio III, el augusto del Pontificado; asomaban herejías muy peligrosas; el pueblo crecía en cultura y nacían las Universidades ante las ciencias liberales antes casi desconocidas; aumentaba la vida urbana, la de los gremios, la del comercio; se avecinaban las primeras expediciones hacia nuevas naciones en Oriente y con ello se iban a presentar las misiones extranjeras; el pueblo pobre de los feudos se convertía en ambiciosa gente de bienestar y despreocupada espiritualmente… Con todo esto encima, iban a aparecer en la Iglesia problemas graves de fe, de piedad, de unidad. La reforma profunda de la Iglesia iba a salir de su mismo seno, y no impuesta por Concilios o por decretos papales, aunque los hubo y muy acertados, sino que vendría por dos Santos providenciales, de los cuales, como se ha dicho muy atinadamente, Domingo iría a la inteligencia con una predicación ilustrada y convincente, y Francisco ganaría para Dios el corazón de todos con su encantador amor de serafín.
Domingo de Guzmán, español de pura cepa castellana, nació en 1170. Dicen que su madre, la Beata Juana de Aza, embarazada, vio en sueños cómo el niño que daba a luz era un cachorro de perro que con una tea encendida en la boca prendía fuego a todo por donde transitaba. Verdad o leyenda, la realidad de Domingo será ésa: un apóstol que abrasará por donde pase. De joven, no se tira con ilusión por las artes liberales sino que estudia sólo teología en el Estudio General de Palencia. Por orden del rey de Castilla, su obispo ha de emprender un viaje a Dinamarca y se lleva consigo a Domingo, que, al pasar por Francia, siente cómo se le destroza el ánimo al ver cómo se pierden las almas por la herejía albigense.
En Toulouse pasa por la primera prueba de fuego. Domingo entabla conversación con el hospedero, albigense furibundo, discuten acaloradamente, vence Domingo y el hereje se rinde ante el joven y ardoroso predicador. Esta conversión es un chispazo de luz en la mente de Domingo, porque, cumplida el año 1205 la misión con su santo obispo Diego de Acebes, se dirigen a Roma donde el papa Inocencio III les señala como campo de su celo el sureste de Francia, bastión de los herejes albigenses que causaban estragos en la Iglesia.
Un grupo de abades y de obispos reunidos en Montpellier buscan remedios contra la herejía, y el obispo Diego habla claro: “No es bueno el camino de ustedes. Los herejes no se apoyan en palabras, sino en ejemplos. La riqueza y la pompa con que ustedes se presentan es la causa que inutiliza sus sermones. Sólo con la pobreza y humildad evangélicas puede ser vencido el engaño con que se presentan esos falsos apóstoles de los herejes”.
Domingo toma nota del razonamiento de su santo obispo. Durante dos años trabajan juntos como misioneros, y, regresado el obispo a España, se queda Domingo en su ministerio de predicador. En Prouille quedaba fundado el primer convento de monjas dominicas, y en el año 1213 instalaba Domingo en Toulouse el centro de su acción apostólica. Aquí se le agregan los primeros compañeros, y les impone a todos la pobreza y la austeridad más exigentes. Pero así eran también de extraordinarios los frutos de su predicación. Hombre auténticamente endiosado, se dirá de Domingo este elogio tan bello, que nos muestra el alma de todo su apostolado: “No hablaba sino a Dios o de Dios”.
En 1216 determinan Domingo y sus ya numerosos compañeros seguir una regla centrada en estos dos puntos esenciales, aparte de la oración: el estudio de la teología y la predicación al pueblo. Nacía la Orden de Predicadores, que iba a ser tan gloriosa en la Historia de la Iglesia. Durante este siglo XIII brillarán como las mayores lumbreras San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. A los frailes (= hermanos) y a las monjas se añadirá pronto la Tercera Orden, que dará también a la Iglesia Santos y Santas de primera magnitud.
Desde el principio se vio la Orden cuajada de santos: Domingo, Jordán de Sajonia, Raimundo de Peñafort, Jacinto y Ceslao los apóstoles de Polonia, y tantos más. Muerto Domingo en Bolonia el año 1221, se echaban encima las primeras misiones extranjeras, siempre difíciles, y el Beato Jordán de Sajonia, sucesor de Domingo como General, reunió a todos los hermanos, y les preguntó: “¿Quiénes están dispuestos a ir a las misiones extranjeras?”. Todos, de rodillas, contestaron: “Padre, mándeme a mí”. La Orden, misionera ya en aquel entonces, lo será grandemente en los siglos por venir. En 1260 ya contaban en Polonia 49 Beatos Mártires, con el Padre Sadoc al frente.
Antes de morir, Domingo se encontró en Roma providencialmente el año 1220 con San Francisco de Asís, y es cuando se dieron aquel abrazo fraternal que se ha hecho célebre.
Y con este emotivo abrazo pasamos de Domingo de Guzmán a Francisco de Asís, del que se ha dicho con gracia que ha sido el santo más cristiano. Ante Francisco no hay opiniones divididas. Católicos y no católicos, creyentes y no creyentes, todos le admiran, todos le quieren, y todos lo tenemos como el Santo más popular y que más arrastra dentro de la Iglesia. Dios lo mandó en un momento crucial. La nueva sociedad, y la Iglesia misma, se estaban enriqueciendo, digamos que muy justamente, después de siglos de pobreza, en los que solo fueron ricos los señores feudales y los monasterios. En cuanto a la Iglesia, muchos la querían que reflejase el reinado social de Jesucristo, y esto la llevaba a una pompa y esplendor externos que no eran precisamente el mejor reflejo del Evangelio. Y los cristianos normales, los laicos, con el progreso económico se lanzaban a una vida de bienestar y de placer que ponía en peligro la salvación eterna de muchos. La piedad cristiana se había empezado a manifestar por su amor a la Humanidad de Jesucristo, especialmente a su Pasión y su Cruz junto con la Eucaristía. Era la hora de Francisco de Asís, que aparecía en el pueblo como el perfecto imitador de Jesucristo sobre todo en su amor a la pobreza y la humildad.
Francisco, joven alegre y disipado, empieza por el año 1207, a sus 25 de edad, a hacer cosas extrañas que su padre Pedro Bernardone lleva a mal y lo reclama ante la autoridad. Con pasmo de todos, ante el obispo presente, Francisco se desnuda y le echa a su padre la ropa con estas palabras: “Desde ahora diré con toda libertad: Padre nuestro que estás en el cielo; no padre mío Pedro Bernardone, a quien no sólo devuelvo su dinero, sino todos mis vestidos; desnudo seguiré al Señor”. Se entrega a la oración en la iglesia de San Damián, en las afueras de Asís, y oye la voz del Señor que le habla desde ese crucifijo románico tan conocido: “Repara mi iglesia”. Piensa que se trata de la restauración de aquella iglesita, pero se trataba de la reforma de toda la Iglesia. Vestido de una túnica burda ceñida con un cordón, se llama a sí mismo: “Soy el heraldo del Gran Rey”. Así empieza a recorrer los pueblos de la Umbría, en el centro de Italia. Pronto se le juntan compañeros, para los cuales escribe una regla con palabras escuetas del Evangelio. La imitación de Cristo tenía que se perfecta, “a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa”.
El papa Inocencio III no se atrevía a aprobar una Regla semejante por parecerle imposible su observancia. Pero el Papa tuvo aquella noche la célebre visión: Vio cómo se derrumbaba la basílica de Letrán y la sostenía precisamente aquel hombrecillo que evitó su ruina total. Al Papa le ha convencido sobre todo el cardenal Colonna: -Si decimos que es imposible observar esta Regla, blasfemamos al asegurar que es imposible guardar el Evangelio… Total, que Francisco tenía aprobada su Orden. Le seguirán después las Monjas junto con su discípula queridísima Santa Clara de Asís, y la Tercera Orden de hombres y mujeres, que ha tenido durante siglos tan enorme influencia en la espiritualidad de la Iglesia.
Con su vida encantadora, la de las “Florecillas”, con su amor a la Naturaleza, con sus predicaciones a los pajaritos del bosque, con su himno al hermano Sol, con su amabilidad, con su amor a todos ─“¡Señor, hazme un instrumento de tu paz!”─, con las Llagas de Jesucristo que se le imprimen ya hacia el final en el monte Alvernia, arrastra a multitudes, se hace popularísimo el hombre más humilde ─se quedó en simple diácono, sin atreverse a ser sacerdote─ y su Orden crece de manera insospechada, como centro de su vida andariega en la Porciúncula, o Iglesia de Santa María de los Ángeles, a cuatro kilómetros debajo de Asís.
Allí celebra el famoso Capítulo General de las Esteras, porque se han reunido más de cinco mil frailes (= los Hermanos Menores) sin otras comodidades que las ofrecidas por el duro suelo. Francisco moría el año 1226 dejando extendidísima a su Orden.
Es indescriptible la influencia franciscana en la reforma de la Iglesia. La piedad se avivó de manera sorprendente. Y la Orden Franciscana seguirá siempre en aumento prodigioso. Hoy el Franciscanismo tiene tres ramas importantes, las tres con muchos Santos canonizados: los Frailes Menores, los Franciscanos Conventuales y los Capuchinos.
Con los Dominicos y los Franciscanos apareció a principios del siglo un auténtico Pentecostés. Lo expresó como nadie San Luis de Francia, que decía: “Quisiera partirme en dos, con una parte para Domingo y la otra para Francisco”. Con su propio testimonio, el santo rey no pudo decir mejor lo que significaron ambas Órdenes para el Pueblo de Dios.