MEDITACIÓN DEL DÍA
Cuando iba a una población, nunca me proponía ningún fin terreno, sino la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
Aut. 199
Cada uno de nosotros llevamos en nuestra memoria y en nuestro corazón algunas personas que nos han acercado a Dios con el testimonio de su vida. No son grandes héroes, ni famosos, pero su entusiasmo, su compromiso, su fe, su alegría nos ha conmovido y ha hecho que nos replanteáramos o que nos fortaleciéramos en nuestro seguimiento de Jesús. Y seguro que en algún momento de nuestra vida nosotros también hemos sido testimonio para otros.
Cuando en el Evangelio veo la vocación de los discípulos, entiendo la razón. Por ejemplo, Leví: “Al pasar, vio a Leví…y le dice: ‘Sígueme’… Él se levantó y lo siguió” (Mc 2,14). Y el Evangelio no dice más; sólo que lo siguió. Pero… ¡cómo debió de mirar Jesús! Sería una mirada llena de ternura y de compasión, una mirada sin reproches.
La mirada de Jesús te hace sentir aceptado, tal cómo eres, te ama sin condiciones y deja tu corazón abrasado… Ese amor incondicional de Jesús cambió radicalmente la vida de los discípulos y cambia también la nuestra. Cada uno de nosotros estamos llamados a amar como él nos ama. Dejar atrás nuestras seguridades y egoísmos para reorientar la propia existencia en clave de compartir la vida con otros. Él nos transforma y es capaz de corregir el rumbo de nuestra vida cambiando nuestros pobres valores en valores del Reino.
Mantener nuestra fe viva y transmitirla en el mundo de hoy supone marchar con otros, en comunión: narrar la propia experiencia, ofrecer un testimonio cercano, acompañar a aquellos que buscan, provocar preguntas, dar a conocer a Dios en nuestro compromiso con los más necesitados. Se trataría de anunciar a Jesús con nuestras actitudes, ponernos en camino siguiendo las huellas de Jesús y haciendo fácil ese camino a los demás.
¿En qué momento me encuentro en mi seguimiento de Jesús? ¿De qué manera soy testimonio para otros?