Recordamos la lección 24 sobre los meritísimos monasterios benedictinos, que no siempre se mantuvieron en el mismo fervor espiritual ni empuje apostólico. Pero, cuando aflojaban, Dios les proveía de reformas eficaces, como veremos ahora.
Desde los Carolingios, casi todos los monasterios seguían la Regla tan moderada de San Benito, según la cual la oración litúrgica, el “Opus Dei”, era la principalísima ocupación, y de la cual se pasaba al trabajo. Pronto el trabajo hubo de dar más espacio a la oración, y hubo monasterios que dividieron sus monjes en grupos para turnarse en el coro de manera que la “alabanza de Dios” no cesara en todo el día (¡qué belleza!). La gran mayoría de los monjes eran laicos, sin más sacerdotes que los necesarios para dirigir el culto y administrar los Sacramentos. Así, el monasterio del abad San Angilberto, con más de 300 monjes, sólo tenía 32 sacerdotes. Corbie contaba con más de 350 monjes y Fulda pasaba de 400, sin contar los novicios, y los clérigos mantenidos por la comunidad para atender a las parroquias de la región. La vida de los monjes era: oración, escuelas, cultivo de los campos para enseñar a trabajar al pueblo. Magnífico todo. Pero aquellos monasterios ejemplares se convirtieron poco a poco en grandes emporios financieros. Miremos cómo sintetiza la vida de tales monasterios el tan conocido monje benedictino Padre Pérez de Urbel:
“La abadía se convirtió en centro de la vida económica, industrial, religiosa y nacional. Es un santuario, una escuela, un hospital, una hospedería, una plaza fuerte, un foco de población, un almacén, una oficina y un depósito de objetos de industria y comercio. Las chozas de paja de los primeros solitarios habían sido reemplazadas por grandes construcciones: iglesia, claustro, capítulo, dormitorio, cuadras, talleres, dependencias, que le daban el aspecto de una pequeña ciudad”… Para el servicio del monasterio había sastres, zapateros, carpinteros, albañiles, herreros, fundidores, cerveceros, bataneros, guarnicioneros, pergamineros, jardineros, de los cuales unos estaban adscritos para siempre al monasterio, y otros eran simples criados que podían marcharse o ser despedidos cuando viniese bien.
Semejante caterva de criados no era lo establecido en la Regla de San Benito, que sólo admitía en la comunidad monjes y jovencitos oblatos, dedicados todos a la oración y a las labores propias del monasterio, y sólo algunos dirigían las tareas de los trabajadores. Al venir después las grandes donaciones de tierras que recibían de reyes y de señores feudales, y contando con tantísimos criados, vino la relajación inevitable.
Por otra parte, había monasterios que dependían de señores feudales, los cuales ponían de abad a un laico, hacían propias todas las riquezas del monasterio, se contentaban con pasar a los monjes una porción miserable para su sustento, y muchos de ellos, convertidos en monjes ambulantes, iban mendigando por doquier haciendo su propia vida.
Además, los abades se implicaron mucho en la vida civil, convertidos en consejeros de palacio, en funcionarios políticos, en jefes de tropas cuando habían de pelear por el rey o los señores con su misma gente del monasterio.
Ante este panorama, ya podemos ver cómo iría la vida religiosa.
Con este telón de fondo, vamos sin más al siglo X, el triste Siglo de hierro del Pontificado. En medio de tanta calamidad surgió el año 910 en Francia el Monasterio de Cluny, del que salió la reforma a multitud de monasterios, los cuales, con muchos santos egregios, promovieron en todas partes la vida cristiana más auténtica. El monje Bernon le pidió al piadoso conde Guillermo de Aquitania un oscuro rincón de aldea para establecer a sus monjes que los quería en la sencillez de la Regla de San Benito. Se inauguraba como propiedad de San Pedro, sin depender ni de reyes ni de dueños feudales: sólo el Papa sería su señor, de modo que los monasterios ya no dependían de los obispos sino que gozaban de exención papal. La simonía y la incontinencia no tendrían allí lugar. La liturgia, es decir, el culto a Dios, llenaba la vida entera de los monjes. Vino un florecimiento grande de santidad, que, conocida por los mejores señores feudales y reyes, quisieron implantar aquella reforma en sus monasterios. Y de Cluny, tan humilde en sus principios, salieron monjes que se esparcieron por todas partes, ofreciendo su tenor de vida a los demás monasterios. Como obra de Dios, resultó eficaz la labor de los cluniacenses entre aquellos monasterios que antes eran focos de riqueza y de disipación.
Aparte de Bernon, el fundador y primer abad durante dieciséis años, rigieron el célebre Cluny abades tan gloriosos como San Odón (926-942); San Mayolo (954-994); San Odilón (994-1049) y otros. Con Bernon se produjo una verdadera floración de vocaciones atraídas por la santidad de aquellos monjes tan ejemplares. Odón implantó el silencio y la clausura, de modo que el monje era monje de verdad, sin más preocupación que Dios. Al culto divino le dio una gran solemnidad, lo cual obligó a quitar algo al trabajo para que hubiera más tiempo de coro. Se acentuó mucho la división entre sacerdotes y hermanos legos, pues al no tener éstos los estudios necesarios, se dedicaban a faenas materiales y cultivo de los campos, sin la obligación rigurosa del silencio y clausura de los clérigos. El abad Odón viajaba mucho para dilatar la reforma cluniacense e iba con gran humildad, sin más cabalgadura que un asno, del cual se bajaba para prestarlo a cualquier caminante que encontrase fatigado. Alberico, hijo de la tristemente famosa Marozia (lección 45), le regaló su propia casa en el Aventino de Roma para convertirla en una abadía desde la cual llevó la reforma cluniacense a los más célebres monasterios, incluido el de Montecasino. Mayolo, de elegancia extraordinaria y amigo personal del emperador Odón, fue el restaurador de los monasterios del norte de Italia especialmente. Odilón, con cincuenta y cinco años de abad, fue el que imprimió a Cluny su carácter definitivo de gran monasterio. Venerado por los reyes más grandes de su tiempo ─el emperador San Enrique II de Alemania, Roberto el Piadoso de Francia, Sancho el Fuerte de Navarra en España, y San Esteban de Hungría─, influyó como nadie en mantener la tregua de Dios para la paz de los pueblos cristianos.
Con este simple bosquejo, ya se ve lo que significó Cluny en la Iglesia. Sus monjes configuraban para siempre el monaquismo; promovían más que nunca el bienestar social entre las gentes campesinas, y el arte le debe las mejores iglesias románicas. El papa San Gregorio VII escribía gozoso: “El monasterio de Cluny sobrepasa a los demás monasterios en el servicio de Dios y en el fervor espiritual, porque no ha habido en Cluny un solo abad que no haya sido santo. Jamás doblaron la rodilla delante de Baal o los ídolos de Jeroboán, y han permanecido defensores valerosos y sumisos de San Pedro”. El calamitoso siglo de hierro contenía también mucho oro y de muy subidos quilates.
Sin embargo, hubo con el tiempo una falla en Cluny. Sus diez mil monjes eran una tremenda potencia en la Iglesia y los obispos se quejaron al papa Calixto II por la influencia que tenían en todos los órdenes, religioso, social, político y cultural, con peligro de absorber la acción pastoral de las iglesias diocesanas. Además, en los monasterios cluniacenses, sin decir precisamente que se relajase la observancia religiosa, el culto se había convertido en algo imposible de mantener por la esplendidez de sus iglesias y la ampulosidad de sus celebraciones, que venían a eliminar la oración personal y todo quedaba reducido a exterioridades vacías de sentido.
Fue entonces, en los inicios del siglo XII, cuando se alzó, en Francia también, la figura de Bernardo, un Santo de talla gigante, salido del modesto Cister para fundar en el solitario Claraval un monasterio que sería celebérrimo por la santidad de sus monjes, de túnica blanca y escapulario negro. Bernardo atacó casi despiadadamente la forma de vida de los cluniacenses, a los que opuso su propia vida y la de sus compañeros, que cumplían con gran sencillez y pobreza la Regla de San Benito. En vez de los latifundios de Cluny con tantos criados, los del Cister cultivaban ellos mismos los campos para vivir. Frente a las iglesias espléndidas y tan ricas de los otros monjes, los cistercienses tenían unos templos muy modestos, sin nada de cruces, candeleros, incensarios o vasos de oro, sino de puro hierro. Fuera de los domingos, comían una sola vez al día, y cuando por la noche se levantaban a rezar maitines, ya no volvían a dormir. No ejercían ministerio alguno fuera del convento, y a tal grado de observancia llegó el monasterio de Bernardo que pronto crecieron incontables las vocaciones, hasta tener bajo su dirección más de 700 monjes. Así se desarrolló la Orden del Cister, que daría a la Iglesia santos y santas innumerables. Cuando murió San Bernardo en el 1153, existían 343 monasterios cistercienses, de los cuales eran 160 los filiales del de Claraval, y 68 habían sido fundados por el mismo San Bernardo. Hay que decir lo mismo de la rama femenina. Las cistercienses, llamadas también “Bernardas”, por el fundador, se multiplicaron de modo inexplicable, quizá más que los hombres, y cuentan con Santas innumerables, algunas tan extraordinarias como Santa Matilde o Gertrudis la Grande.
Bernardo, amante de la soledad, hombre místico y escritor extraordinario, y amante por antonomasia de la Virgen María, fue también, con sus cartas sobre todo, consejero de Papas, de obispos, de monjes, de reyes, de universitarios, de todo el pueblo cristiano. A Eugenio III, discípulo suyo salido de Claraval, que, como Papa, había de cuidar de la salvación de todos, le escribió la célebre advertencia: “Acuérdate de que en el negocio de la salvación, el primer prójimo tuyo del que has de cuidar es el hijo de tu madre”.
Como vemos, la historia de aquellos siglos medievales no se puede juzgar sólo por las calamidades que hemos visto en otras lecciones. Había males que resaltan desmesuradamente según como se los cuente. Pero el Jesús que iba en la barca de su Iglesia no estaba tan dormido como aparentaba. En medio de muchas miserias humanas, se desarrollaba también en el Pueblo de Dios una santidad extraordinaria de verdad.