MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta Ascética… al presidente de uno de los coros de la Academia de San Miguel. Barcelona 1862, p. 33s
La realidad del comer la carne de Cristo y beber su Sangre se presenta cada vez más sugerente y dinámica a nuestra espiritualidad. Partamos del hecho de que la repetición de la santa Cena, con sus diferentes ritos, no es una simple conmemoración de lo que hizo Jesús con sus discípulos. Es una comida o una cena, que, bajo su necesaria carga de simbolismo -pan y vino-, suscita una presencia especial de Cristo Resucitado, también con su carga de realismo. Es lo que, en definitiva, expresamos en su realidad de sacramento, signo o símbolo, por excelencia.
El signo se hace eficaz cuando nos acercamos a la comunión con el hambre de saciarnos totalmente de Cristo, el alimento que nos nutre y capacita para toda obra buena. Tenemos que asumir la realidad de lo que significa Cristo en nuestra vida, reproducir su actitud de ser para los demás. La correcta disposición personal se manifiesta en la actitud generosa de salir de uno mismo, con sentido de ofrenda, de disponibilidad para estar al servicio del que más necesita de nuestra presencia reconfortante. Fortalecerme con el cuerpo de Cristo, que sacia esa hambre, ofreciendo mi propio ser a los demás, es la mejor dietética del sacramento como comida. El hambre de que Cristo venga a nosotros debe corresponder a nuestra actitud de salir de nosotros y dirigirnos a los demás, especialmente los carentes de todo apoyo, necesitados de ser reconfortados.
Cristo es el alimento que nos reconforta en el caminar de la vida, en medio de nuestros quehaceres de cada día, rumbo a la realización de nuestras más entrañables aspiraciones de realización humana, solo posible al calor de la fraternidad.
¿Qué hace falta en mi vida para que la Eucaristía sea expresión de mi fraternidad sin reservas con todos mis hermanos?