Estamos en los principios del Tercer Milenio, y son muchos los que se preguntan: ¿Cómo va a ser el hombre de estos mil años que se nos abren ante los ojos? ¿A qué maestro tenemos que hacer caso? ¿Qué modelo vamos a imitar? ¿A qué líder vamos a seguir? ¿Quién colmará nuestras ilusiones?… Cuando algunos científicos se han empeñado en clonar seres humanos, ¿no estarán acertados al querer reproducir algunos de los hombres y mujeres más insignes que han existido y darnos así una humanidad nueva?…
¡Qué preguntas tan inútiles son éstas cuando escuchamos las palabras de Jesús en el Evangelio de este día!
Están los apóstoles sentados a la mesa en aquella Ultima Cena, sin entender nada de lo que el Señor les dice, y le hacen preguntas que nos han merecido unas enseñanzas formidables. Por ejemplo, la de Tomás, que le dice para salir de aquel embrollo: -Señor, ¿Cómo quieres que te sigamos, si no sabemos ni adónde vas ni conocemos el camino?
Y Jesús nos responde a todos con una afirmación inimaginable, de sólo tres palabras:
– Yo soy el camino, la verdad y la vida.
¿Quién es el maestro de la Humanidad que se ha atrevido a pronunciar palabras semejantes? Jesús nos viene a decir:
No les enseño ningún camino. Yo soy el camino, que los lleva a Dios. Ser el camino es muy diferente que enseñar un camino…
No les enseño verdades. Yo soy la verdad, algo muy distinto que sentarse en una cátedra e impartir lecciones…
No les digo dónde está la vida, ni cómo la pueden alimentar, conservar y alargar. Yo soy la vida, y quien se me une, quien se me da, quien me come, tiene la vida eterna, como yo la tengo de mi Padre.
Y, al nombrar otra vez al Padre, salta ahora Felipe:
– ¡Señor! Enséñanos al Padre de una vez, y tenemos bastante.
Jesús, con paciencia y bondad inagotables, le contesta:
– Felipe, ¿aún no acaban de entender que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?
Estas cuestiones las ha suscitado la primera propuesta de Jesús, que les ha dicho:
– En la casa de mi Padre hay muchas moradas, y voy allí a prepararles un lugar. Cuando se lo haya preparado, volveré a ustedes para llevarlos allí donde yo he de estar.
¿Quién en el mundo se ha atrevido jamás a pronunciar palabras como las que hoy escuchamos a Jesús? Nadie.
Ni Confucio para los chinos.
Ni Mahoma para los musulmanes.
Ni Gandhi para los hindúes.
Ni Marx para los revolucionarios.
Ni Luther King para los pacifistas.
Y, dentro ya de la Iglesia, ni Francisco de Asís para los cristianos…
Todos estos maestros de la Humanidad merecen nuestro respeto. Todos han dicho grandes verdades. Todos merecen nuestra atención. Pero ninguno de ellos se puede poner al lado de Jesucristo.
Porque sólo Jesucristo ha sido capaz de decirnos con todo aplomo:
– ¿Dios?… No hay más que uno, y, viéndome a mí, lo ven a Él, porque yo soy igual que el Padre. No vayáis detrás de otros dioses, ni el dinero, ni el placer, ni el poder, ni el bienestar. Todos son becerros de oro, dioses engañosos que no os pueden llenar las ansias del corazón.
– ¿Camino para llegar a Dios?… Síganme a mí, y no se van a equivocar. El que se sale de la senda que yo le trazo, no llegará nunca a Dios. Todos los que vengan y les señalen otros caminos que los de mi Evangelio, los llevan por derroteros que conducen a la perdición. ¡Cuidado con ellos!
– ¿Verdades que quieren y tienen que saber?… Yo soy la Verdad única. Mis palabras no les engañarán jamás. Quien escucha a otros maestros caerá en el error más lamentable. Confronten lo que otros les enseñen con lo que yo les enseño y confío a mi Iglesia, y tendrán la norma segura.
– ¿La vida inmortal?… Solamente yo la poseo, porque soy la misma Vida. Tengo la vida de Dios. Esa vida se la comunico yo. Y, si me llegan a comer a mí, Pan vivo bajado del Cielo, no morirán jamás, porque yo los resucitaré en el último día. Antes, el término de la vida era de treinta años en muchos países. Hoy, en los más adelantados, es de setenta y cinco. Llegará a lo mejor a los noventa y más… Pero nunca llegará a la inmortalidad que yo ofrezco y doy, porque doy la vida de Dios.
– ¿Su destino final?… Venid conmigo, que yo les llevaré allí donde voy a pasar mi eternidad: en el seno de Dios, de donde salí un día y adonde ahora vuelvo. Quiero que estén ustedes donde voy a estar yo, en mi Cielo, en la misma gloria que yo voy a tener. Otros les han predicado el paraíso en la tierra, y se han equivocado: porque su destino está más allá, está en la morada eterna de Dios.
Así nos habla Jesús en nuestros días, glosando y explanando su propio Evangelio. ¿Y quién se atreve a contradecirle?… Nosotros aceptamos su palabra, y le decimos con fe:
¡Señor, Verdad eterna, yo creo!
¡Señor, Camino seguro, yo te sigo!
¡Señor, Vida inmortal, yo me doy a ti, para vivir de ti y vivir después contigo en la casa indestructible de Dios!…
P. Pedro García, CMF.