El último Concilio, del que tanto hablamos, emitió un documento famoso, riquísimo, que comienza con estas palabras:
– Por ser Cristo luz de las gentes, este sagrado Concilio, reunido bajo la inspiración del Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con su claridad, que resplandece sobre toda la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura.
No podíamos traer mejor comentario que estas palabras al Evangelio de hoy. Una vez más que nos encontramos con la imagen de la luz, tan querida a la Biblia, la Palabra de Dios. Y todo el pensamiento del Evangelio lo podríamos resumir en esta proposición:
-Dios es la luz eterna,
-Jesucristo es el esplendor de la luz de Dios,
-la Iglesia es la difusora de la luz de Cristo en el mundo,
-y cada cristiano es antorcha que esparce luz a su alrededor.
No significan otra cosa estas palabras de Jesús, dichas a sus discípulos allá en el sermón del monte: “Ustedes son la luz del mundo”.
¿Ha podido Jesús decirnos algo más sencillo, más profundo, y con menos palabras, sobre nuestra vocación cristiana?…
Dios es la luz verdadera y la fuente de toda luz. Es Dios el que dijo: “¡Que sea hecha la luz!”, y la luz lo llenó todo. La luz es la criatura primera, la más bella, la más inocente y la más pura, que nos dice, como ninguna otra, lo que es Dios. Y lo que es también Jesucristo, Luz de la Luz…
En un momento solemne de su vida, Jesús se encontró en Jerusalén, durante la fiesta de los Tabernáculos, cuando la lucha con los jefes del pueblo estaba en un punto culminante.
En esa fiesta tan popular se desarrollaba en el Templo una ceremonia singular. Dos enormes antorchas sostenidas por grandes candelabros se alzaban en uno de los atrios y esparcían en la noche un intenso resplandor. Eran el augurio del Mesías prometido, tan esperado por el pueblo. Los sacerdotes del Templo, llevando antorchas en las manos, rodeaban procesionalmente los candeleros mientras cantaban salmos coreados por la gente.
Jesús contempla la escena. Se conmueve. Y clama con vigor ante los que le rodean: “¡Yo soy la luz del mundo!”…
Ahora este Jesús, que se declara la Luz de Dios, atestigua de su Iglesia y de cada uno de sus hijos:
– ¡Ustedes son la luz del mundo! Yo recibo la luz del Padre. Ustedes la reciben de mí. Por eso les encargo que no escondan mi luz, sino que alumbren con ella al mundo entero.
Estas palabras de Jesucristo son hoy más estimulantes que nunca. Siempre hemos comparado la fe con la luz. Al ver cómo alrededor nuestro se va apagando la fe en muchas almas, nosotros nos sentimos más briosos que nunca para dar testimonio de la luz con una fe firme.
El cristiano es luz porque sigue a Cristo, Luz del mundo.
El libro más famoso que se ha escrito en la Iglesia, La Imitación de Cristo, o el Kempis, el mejor comentario que existe sobre el Evangelio, comienza con estas palabras de Jesús: “Quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
El cristiano es luz porque trabaja siempre por la gloria de Dios, como nos dice el mismo Jesucristo: “Que los hombres vean en ustedes sus obras buenas, y glorifiquen así a su Padre celestial”.
El cristiano es luz porque se encamina muy conscientemente hacia la luz inextinguible de la gloria. Por eso pide la Iglesia a Dios cuando muere uno de sus hijos: “Dale, Señor, el descanso eterno, y que le alumbre para siempre la luz eterna”.
¿Y cómo el cristiano mantiene en sí la luz de Cristo, y cómo acrecienta sobre todo esa luz? El doble deber de ser luz y de difundirla, le llevará a la oración y al apostolado. A la contemplación y a la acción.
En la oración, más que nada, nosotros nos hacemos luz.
Una escena de la Biblia nos lo dice con elocuencia singular. Bajaba Moisés del monte Sinaí, y en el campamento de Israel se oía el grito de la gente, que se preguntaba:
– ¿Qué le pasa hoy a Moisés? ¿Qué es eso? ¡Miren cómo resplandece su cara!
Pero Moisés no se daba cuenta del fenómeno observado por todos, el cual obedecía a que Moisés había estado hablando con Dios…, como dice la misma Biblia.
Si la oración nos llena de la luz de Cristo, el apostolado nos la hace difundir.
¿Puede un cristiano negarse a ser apóstol? El metro cuadrado en que se desarrolla la vida de cada uno debe estar iluminado, bien iluminado: basta una palabra de fe, una sonrisa de amor, un consejito prudente, un ejemplo testimoniante, para poder llamarse y ser apóstol de la luz, apóstol de Cristo…
Podemos resumir toda esta lección del Evangelio de hoy con una comparación de la física. Dos fuerzas actúan en nosotros.
La una es la centrípeta, la que nos lleva hacia nuestro centro de gravitación que es Dios. Y esta fuerza es la oración, con lo cual vamos a decir que oración es la fuerza que nos lleva siempre a Dios.
Mientras que el apostolado, la acción, es la fuerza centrífuga, que nos saca de nosotros mismos, para darnos al mundo llevándole al Dios que hemos conocido y tratado en la oración.
¡Señor Jesucristo!
¡Tú eres el esplendor de la gloria del Padre y la Luz que nos haces luz!
Si en el mundo hay mucha tiniebla, ¿no tenemos nosotros algo de responsabilidad?…
Porque si encendemos cada uno de nosotros una llamita al menos, ¿no se irá escondiendo la noche y amanecerá un día radiante?…
P. Pedro García, CMF.