El Evangelio de hoy nos lo sabemos todos de memoria: el de las Bienaventuranzas. Bienaventurado es lo mismo que decir feliz o dichoso. Lo que hoy leemos es la página clave de toda la enseñanza de Jesús.
Vamos, ante todo, a lanzar la mirada muy atrás: al Sinaí.
El antiguo Israel ha salido de Egipto y se halla en medio del desierto. La montaña que tiene delante es abrupta, reseca, empinada… Casi da miedo subir a ella. Y allí está Moisés, que entre relámpagos, truenos y fuego humeante recibe la ley de Dios. El pueblo tiembla, y le dice con terror a su caudillo:
– ¡Háblanos tú, pero que no nos hable directamente Dios!…
Era la promulgación de la ley antigua, madre de esclavos por el miedo que infundía.
Viene ahora Jesús, el nuevo Moisés, el Caudillo y Jefe del nuevo Israel de Dios, y nos ofrece un cuadro bien diferente.
Como es tan bueno, le sigue una gran multitud, llegada de todas las regiones limítrofes.
En vez del austero y pavoroso Sinaí, Jesús escoge una montaña encantadora, bella, verdeante, que domina todo el lago de Genesaret. Flores en la ladera, pájaros cantores por los aires, gentes felices en los poblados de la llanura…
Se sienta Jesús rodeado de aquel gentío, y empieza la promulgación de la Constitución del Reino, del Pueblo de Dios, sin más asamblea constituyente que el mismo Jesús, sólo Jesús. En vez de amenazas estremecedoras, comienza con la palabra de más embrujo:
– ¡Felices, felices, felices!…
Felices, ¿quiénes? ¿Los ricos? No… ¿Los que ríen? No… ¿Los violentos y poderosos? No… ¿Los que están hartos de bienes? No… ¿Los que se revuelcan en el placer? No… Todo lo contrario:
– ¡Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos!… ¡Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados!… ¡Dichosos los bondadosos, porque ellos poseerán la tierra prometida!.. ¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!… ¡Dichosos si les persiguen, y calumnian y les tratan mal por causa mía, porque su premio va a ser muy grande en el Cielo!…
La gente casi no cree lo que oye. Esto no lo habían escuchado nunca de los maestros de Israel.
Y hoy en nuestro mundo de hoy, esto casi parece la escena de una novela divertida, dictada por un escritor con mucha imaginación. Porque el mundo se sigue diciendo todo lo contrario de Jesucristo:
– ¡Con lo bien que va el dinero!… ¡Con lo que nos reímos y nos divertimos!… ¡Con lo estupendo que la pasamos!…
Pero Jesús, que no está de acuerdo con este pensar de la sociedad opulenta, alaba la pobreza del espíritu, el desapego de los bienes de la tierra, la ilusión por los gozos eternos…
Para Jesucristo, el centro de la vida es Dios, no el mundo.
La felicidad suprema es la vida y la paz de Dios en el corazón, y no el culto del dinero y del placer.
La seguridad de la vida está en Dios, que permanece, no en el mundo que pasa…
Éste es el Evangelio de Jesús. Ésta es su doctrina revolucionaria. Ésta es la más pura de sus enseñanzas. Ésta es la mayor esperanza de los que le siguen…
Para los que no piensan como Jesucristo, el centro de la vida es el mundo y no Dios. O sea, todo lo contrario. Por eso, la felicidad hay que buscarla y gozarla aquí, antes de que se escape de entre las manos. Son las flores, antes de que se marchiten, como dice con expresión poética la Biblia.
El marxismo, sin tanta poesía como la Biblia, lo estableció como un principio que no admite discusión:
– ¡Fuera Dios! ¡Fuera religión! ¡Fuera todo lo que sea opio o droga que nos aliene de este mundo con una esperanza inútil de otra vida!…
Por eso, el enemigo primero del marxismo era la religión…
Hoy muchos repiten con otras palabras la misma idea:
– El paraíso está en la tierra, y el infierno está en la tierra. Por lo mismo, a huir del dolor aquí, y a disfrutar aquí…
¿Oímos o no oímos esto mil veces?…
Jesucristo viene hoy a tomar una posición definitiva para Sí y para su Iglesia.
Los pobres, para Jesús, son los que no tienen apoyo humano y ponen toda su confianza en Dios.
Los ricos, según Jesús, son los satisfechos de la vida, porque, al no necesitar a Dios, ni les interesa Dios, ni lo buscan, ni se contentan con Él. Viven sin Dios, y sin Dios se quedarán para siempre…
Y no es que Jesús quiera ni busque ni proclame la pobreza y el dolor como ideal cristiana. Eso, no. Porque todo lo que oprime al hombre está en contra de la voluntad de Dios.
Por lo tanto, Dios quiere que luchemos por eliminar del mundo el hambre. Quiere que enjuguemos las lágrimas de muchos ojos. Quiere que trabajemos por la paz. Quiere como nos dirá después San Pablo, que nos ganemos en una vida tranquila nuestro sustento de cada día, y que la vida cristiana sea alegría, gozo y paz en el Espíritu Santo…
Pero las realidades del mundo, por culpa de los hombres, son a veces muy diversas. Y entonces, ¿Quiénes son los felices? ¿Los ricos satisfechos, o más bien son felices los pobres en su espíritu, que, no teniendo otro en quien apoyarse, confían solamente en Dios?…
¡Señor Jesucristo!
¡Gracias por la esperanza que nos infunden tus palabras!
Ahora sabemos dónde está la dicha verdadera.
¡Dios, sólo Dios puede ser nuestra felicidad!
En este mundo, porque ya lo llevamos en el corazón.
En el mundo venidero, porque Dios será para quienes se han contentado sólo con Dios…
P. Pedro García, CMF.