Estamos asistiendo en la Iglesia a un hecho magnífico y consolador, como es la renovación de la conciencia de que somos unos bautizados.
Porque al haber recibido el Bautismo, como la mayor gracia de Dios, desde muy pequeñitos, hemos vivido siempre nuestra condición cristiana de una manera poco menos que mecánica. No hemos caído en la cuenta de que el ser bautizados es constituir la categoría más alta dentro de la sociedad humana, y esto no por exaltación propia, sino por elección y obra de Dios.
El Bautismo eleva al más pobrecito a la dignidad más encumbrada. Un rey francés llevó a su hijo, el príncipe heredero, a la Parroquia y pidió el registro de los bautismos. Con él delante, le dice:
– ¿Ves? Mira esta acta bautismal y dónde está tu nombre. Estás mezclado entre dos obreros del pueblo, que son ante Dios tan altos como tú, y, como tú, herederos de un Reino inmortal, el Reino de los Cielos, que no pasará jamás. El Bautismo los ha hecho tan grandes como al hijo del Rey de Francia, y tú no eres más grande que esos hijos del pueblo.
No diremos que este monarca no sabía educar bien en la fe cristiana.
Ha sido Dios quien nos ha seleccionado para ser en medio del mundo, como nos dice el apóstol San Pedro, “una raza escogida, un sacerdocio regio, una nación santa, el pueblo que Dios se ha elegido para proclamar sus obras maravillosas”.
¿Cuáles son estas maravillas? Leemos el Evangelio de hoy y vemos lo que le pasó a Jesús. Todo el pueblo se acerca a Juan para recibir un bautismo de penitencia. El pueblo se siente pecador, y quiere purificarse para recibir al Cristo que está esperando.
Y ese Cristo, Jesús de Nazaret, se solidariza con el pueblo. Sin ser pecador, se mete entre los pecadores dentro del río, para comunicar al agua desde entonces el poder de santificar. Carga con las culpas de todos para llevarlas después hasta la cruz, como humilde Siervo de Dios, hasta ser bautizado con un bautismo de sangre que lavará todo el pecado del mundo.
Sale Jesús del Jordán, se pone en oración, y ven todos cómo se rasga el cielo, aparece el Espíritu Santo sobre Él en forma de paloma, y se oye por los espacios la voz del Padre:
– ¡Este es mi Hijo queridísimo, en quien tengo todas mis complacencias!
Esta escena del río Jordán se repite continuamente en la Iglesia.
El niño sacado de pila se ha convertido en un hijo o en una hija de Dios que tiene enloquecido de felicidad al mismo Dios.
Las Tres Personas de la Santísima Trinidad rivalizan en atenciones y en mimos con ese hijo o esa hija que se han convertido en su orgullo.
El Padre mira al recién bautizado con un amor, con un cariño, con una ternura indecibles.
El Hijo, Jesús, lo ha hecho en todo semejante a Sí mismo, copia perfecta suya, miembro de su Cuerpo, ciudadano de su Iglesia, heredero de su Reino. San Pablo dirá gráficamente:
– Los que han sido bautizados en Cristo han sido revestidos del mismo Cristo.
Es como si nos dijera el Apóstol: -Dios ya no los ve a ustedes, porque en ustedes no ve más que a su Hijo Jesús…
El Espíritu Santo, como la tierna paloma de los cielos del Jordán, aletea sobre el bautizado. Se posa sobre él. Le susurra como un murmullo la oración. Lo unge como a Jesús, penetrando todo su ser. Lo enciende, lo inflama, le hace arder en el amor a Dios y lo lanza a hacer el bien a todos los hermanos.
Unos compañeros les propusieron a aquellos dos novios estupendos:
– ¿Por qué no vienen esta noche a la fiesta? Se presenta formidable.
Y el muchacho, con energía, y ante la complacencia de la chica:
– Porque llevamos al Espíritu Santo dentro, y no lo vamos a echar de nosotros a puntapiés…
El tomar conciencia de nuestro ser de bautizados es para nosotros una bendición de Dios en nuestros días.
Hoy estamos alcanzando todos en la sociedad unos niveles de independencia nunca vistos anteriormente.
Desde el niño revoltoso y el joven soñador, hasta el hombre maduro y la mujer sensata, hemos descubierto el valor de nuestra dignidad personal, y nos decimos:
– Yo soy yo, y mi papá y mi mamá podrán aconsejarme, pero no se impondrán en mis decisiones. Yo soy yo, y mi esposo o mi esposa, que me ama y a quien amo tanto, no me esclavizará jamás. Yo soy yo, y el amigo o la amiga podrán ir por las suyas, pero yo iré por las mías. Yo soy yo, y la autoridad podrá mandarme, pero me tendrá que respetar siempre…
Así hablamos hoy, y así somos.
El sentido de la dignidad personal se está desarrollando de manera sorprendente. Y esto es un gran bien, con tal que la libertad no se convierta nunca en libertinaje.
Pero nosotros, bautizados, tenemos conciencia de que nuestra dignidad mayor y nuestra mayor responsabilidad no radica en ser simplemente hombre o mujer, sino en ser seguidores de Cristo, que nos ha dado a la vez la sujeción y la libertad de los hijos de Dios.
¡El Bautismo! Lo recibimos de muy niños. Pero, ¿sabemos vivirlo con la conciencia y la responsabilidad de personas mayores?…
P. Pedro García, CMF.