MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 457
Las palabras de Jesús acerca de que “el Reino de Dios padece violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12) son un tanto enigmáticas. Pero hay algo indiscutible: las fuerzas del mal están presentes en la historia, hay intereses opuestos al plan divino, que hacen la guerra a cuanto se oriente a su triunfo. El Apocalipsis llama a los mártires “aquellos que murieron a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que dieron” (Ap 6,9). Claret tuvo que meditar mucho estos textos, pues en su vida misionera la persecución estuvo siempre presente. Su nombre llegó a ser signo de infamia, hasta tal punto de que un sobrino suyo, pequeño industrial, se cambió el apellido para salvar el negocio.
Ciertamente la época de Claret fue políticamente muy convulsa. El texto sobre el que reflexionamos se refiere a su época de misionero por Cataluña (1840-1850), siempre en guerra civil (carlista) ardiente o latente; toda reunión de multitudes resultaba sospechosa. El gran misionero fue siempre fiel – aunque muchos lo negaron, e incluso hoy hay quien no lo cree- a una consigna: no inmiscuirse jamás en política. Hizo todo el equilibrio imaginable para que, en aquella población tan dividida, ni liberales y carlistas pudieran apoyarse en su predicación o sentirse ofendidos por ella. Nadie pudo confundir sus sermones con mítines.
El anuncio evangélico lleva siempre consigo una carga moral y, por lo mismo, una crítica social. Pero ésta debe fundarse en el Evangelio mismo, y no en opciones políticas, todas discutibles. Jesús ni descalificó ni alabó al poder romano de ocupación ni a la lucha celota por la independencia de Palestina. El ideal evangélico es tan superior a los programas políticos, que el cristiano, al votar a un partido, no hace sino “optar por lo menos malo”.