MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 439
Los occidentales nos hemos vuelto muy intelectualistas: vamos sin más al “concepto”, a ver “qué” se nos dice. Pero los filósofos del lenguaje saben que éste no es sólo informativo; frecuentemente importa más el aspecto “interpelativo”: se habla o escribe a alguien porque se quiere suscitar en él una actitud, llegar a su corazón, a su sensibilidad.
Los líderes políticos no se conforman con difundir fríamente un programa electoral escrito, sino que lo “predican”: recorren la nación desmelenándose ante multitudes para entusiasmarlas en una dirección determinada. No sólo “hablan”, sino que “gritan”; a veces “vociferan”.
El P. Claret no fue de los predicadores más aparatosos: “suavidad en todo”, decía de él su amigo el filósofo Balmes. Pero es indiscutible que ponía “calor” en la palabra; daba a entender que lo que decía no sólo lo “sabía”, sino que lo “saboreaba”, lo “sufría”… era algo que “le quemaba” y deseaba que quemase a otros. Quería tocar los corazones tanto o más que las mentes. Era una palabra, además de informativa, testimoniante.
Jesús vino “a traer fuego a la tierra” (Lc 12, 49); y Claret quería “encender a todo el mundo en el fuego del divino amor” (Aut 494). A los seguidores de Jesús y de Claret se nos encomienda hacer realidad ese objetivo; no debemos ser demagogos (=“agitadores de masas”), pero sí testigos convencidos de nuestra fe; debemos mostrar que con ella gozamos porque “nos ha tocado un lote hermoso, nos encanta nuestra heredad” (cf. Salmo 16). Cuando un enamorado habla de su novia, no lo hace en tono meramente “objetivo”, sino “vibrante”. Cuando un creyente confiesa su fe, no le está permitido que las palabras “se le caigan”: el tono, el “calor” y el cariño son tanto o más persuasivos que el razonamiento.