MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta a un devoto del Corazón de María, en EC II, p. 1504
A Claret, ya desde niño, le quitaba el sueño el pensar en los pecadores que corrían peligro de condenación. Ese sentimiento creció como un torrente y fue el motor de su ardor apostólico. Pero no cayó en la desviación de presentar a María como un contrapeso a la justicia de Dios. Esta es la síntesis de la doctrina equilibrada y que la intuición de Claret captó antes de las precisiones del Concilio Vaticano II.
La misericordia preside la Historia de la Salvación: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del Consuelo” (2Cor 1,3).
La misericordia divina se hace visible en la persona de Jesús. Y ha querido hacerla visible también en la ternura maternal de su Madre. Y es que nadie como Él sabe qué corazón ha dado a sus criaturas; y por eso nos ha dado a su Madre, para que fuese también nuestra. Pero quede claro que la misericordia que pedimos a María millones de veces (”vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”) no es otra que el reflejo que riela sobre el mar infinito de la misericordia de la Trinidad.
Es Dios en su amor el que ha creado esta criatura excepcional que es María Virgen y Madre. María se ha impregnado tanto de la misericordia divina que se ha “misericordializado”. No es una puerta de escape ante la justicia divina, sino que es la misericordia divina que recala en el Corazón de María y lo rebosa, para regar y fecundar la aridez del corazón humano.
Entre los misioneros que participan del carisma claretiano, siempre empeñados en buscar los mejores medios de evangelización, tiene actualidad permanente un texto que guió la renovación posconciliar (Documento sobre su “Patrimonio Espiritual” [1967]), en el que se afirma: “Nuestro Padre se valió de la devoción al Corazón de María como arma eficacísima en su apostolado multiforme”; y enseguida añade: “El misionero claretiano contempla a la Virgen como modelo… sometido a su acción maternal…Por este medio el apóstol claretiano se reviste del afecto maternal que el Concilio reconoce como necesario para participar en la Misión de la Iglesia y cooperar a la salvación de los hombres”.