MEDITACIÓN DEL DÍA:
Avisos a un sacerdote que acaba de hacer los ejercicios de San Ignacio. Barcelona 18463, p. 66
Somos pasajeros y peregrinos en este mundo. Vivimos un estado de la vida. Olvidamos, dentro de tantas preocupaciones, que somos seres vivos y que, por lo tanto, en nuestra existencia se hace presente la muerte como una situación irremediable y limite para el hombre. ¿De qué le sirve al hombre vivir agitado, sin tiempo, ocupado y preocupado, si no vive su vida en paz, en amor, en plenitud? La propuesta de Jesús es que tengamos vida y la tengamos en plenitud.
Ciertamente nuestra vida terrenal no es nada despreciable (tal vez algunos predicadores y autores ascéticos de la época de Claret cayeron en ese error). El mundo es bueno y la historia humana también: “Vio Dios lo que había hecho, y todo era muy bueno” (Gn 1,31). Lo es por ser criatura de Dios y, más aún, porque el Hijo se encarnó en esta materia y en esta historia, y, con su resurrección, la glorificación de todo esto ya ha comenzado.
No es justa la acusación que algunos han lanzado contra los cristiano de haberse olvidado del mundo presente por tener su atención puesta en el futuro. ¿Quién se ha ocupado del bien actual de la humanidad más que los cristianos? ¿Quién acogió respetuosamente a los esclavos del mundo grecorromano? ¿Quién se adelantó en occidente a crear hospitales y universidades, y se empeñó en una alfabetización generalizada? ¿No fue acaso la Iglesia, y, especialmente, sus órdenes religiosas?
A pesar de ello, sigue siendo cierto que “la imagen de este mundo pasa” (1Cor 7,31). Nada de lo temporal es digno de nuestra “afición” definitiva: Nosotros esperamos “un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia” (2Pe 3,13). Nuestra noble tarea: hacer que en el presente se vaya reflejando esa gloria futura.
Que el paso por este mundo sea camino hacia la plenitud de la vida.
¿Que nos ocupa o nos preocupa en la vida? ¿Somos siempre conscientes de nuestra condición de criaturas?