Nos vamos a entretener hoy un momento con una mujer muy interesante del Evangelio: la Samaritana. ¿Qué decimos de ella cuando la miramos superficialmente? Pues… que tiene la cabeza llena de pájaros. Y que es una pieza de cuidado. Las mujeres tenían razón para temerla, porque el próximo “robo” podía ser el marido de cualquiera de ellas… Esto, lo que decimos nosotros.
Pero hubo uno que supo valorarla. ¡Y vaya corazón que se ganó con ella!… Una mujer que, convertida en la primera evangelizadora del Señor, dirá a sus paisanos:
– ¡Vengan a ver a Jesús! Vengan, les aseguro que es el Cristo.
Vamos a seguir la escena del Evangelio, narrada por Juan, testigo presencial.
Jesús está rendido del camino. Se sienta en el brocal del pozo, quiere beber y no puede sacar el agua. Hasta que se dirige a la que acaba de llegar con el cántaro en la cadera:
– Mujer, dame de beber.
– ¿Yo darte de beber a ti? ¿Una samaritana dar de beber a un judío?…
Y ni le quiso mirar. Pero Jesús es más listo… y más bueno. Empieza por pedir, para dar Él después en mucha más abundancia lo mismo que está pidiendo.
– Si tú supieras quién es el que te dice “dame de beber”, serías tú quien le pedirías agua a él, y él te daría agua bien pura de la fuente…
– Señor, pero si no tienes ni con qué sacar el agua, y el pozo es hondo, ¿Cómo me vas a dar agua del manantial?
La mujer no entiende, y el forastero se hace cada vez más misterioso.
– Mira, quien bebe de esta agua vuelve a tener sed otra vez; pero quien beba del agua que yo le daré, ya no tendrá nunca más sed. Porque esa agua mía se convertirá dentro de él en un surtidor que salta hasta la vida eterna.
La mujer se entusiasma:
– ¡Señor, dame, dame de esa agua tuya, para que ya no tenga que volver aquí más, dos o tres veces cada día, a buscar el agua para la casa!
Aquí la esperaba Jesús, para hacerle ver la sed más ardorosa que ella padecía y que debía apagar:
– Bien, vete a tu casa, y tráeme a tu marido.
– ¿Marido?… ¡No tengo!
La respuesta le ha salido rápida como un disparo. Y Jesús, tranquilo e irónico:
– ¡Ya dices bien que no tienes marido, ya! Cinco maridos has tenido antes, y el que ahora tienes tampoco es tuyo. En esto has dicho bien la verdad…
La pobrecita ha caído en la trampa. Ha tenido que descubrir un corazón insatisfecho, sediento de placer. Vive ilusionada con que alguien le colmará sus ansias crecientes de amor, y nunca llega…
Sabemos el desenlace de la escena. La mujer reconoce que tiene delante a un hombre muy superior a los demás:
– ¡Señor, veo que tú eres un profeta!
– ¿Un profeta? Algo más, buena mujer, algo más…
Diríamos en nuestro lenguaje familiar, que ella le está tirando de la lengua a Jesús, quien al fin se lo dice todo:
– Sí; yo soy el Cristo que ustedes esperan. Y vengo a enseñar cómo se adora al Padre en espíritu y en verdad.
Este Evangelio está cargado de simbolismos. ¿Qué vemos en la mujer, no satisfecha con seis maridos? Es la humanidad sedienta, somos cada uno de nosotros, que buscamos anhelantes apagar la sed del alma, sed que sólo Dios puede calmar.
¿Quién nos dará el agua pura del manantial? Sólo Cristo, que nos la merecerá con su pasión y su muerte redentoras.
¿Cuál es el agua que nos dará? Es el Espíritu Santo, que dejará escapar a chorros por sus llagas gloriosas, una vez resucitado.
Jesús proclama que es la fe en Él la que realiza esto en nosotros:
-Quien tenga sed, que venga a mí. Y todo el que crea en mí, que beba… Le aseguro que saldrán de su seno torrentes de agua viva.
En Cristo tenemos el agua, fuente de la vida. En Cristo tenemos el amor, al que somos llamados. En Cristo tenemos la salvación, que Dios nos ofrece. Llenarse de Cristo es tenerlo todo. Así, damos la razón al apóstol y mártir de China, San Juan Gabriel Perboyre, cuando decía al juez y ante sus verdugos: “Sólo una cosa es necesaria: Cristo Jesús”.
Pero ese Cristo Jesús que nos llena el alma, ¿es para nosotros solamente? No. Nos basta tender una simple mirada al alrededor, para ver muchas almas sedientas. Almas que suspiran por Jesucristo.
Y vamos a ellas, y les decimos que vengan con nosotros, que vengan a ver a Jesús, para que sea Él quien les colme todas las aspiraciones de sus corazones inquietos. Quien ha conocido a Cristo, se convierte en un evangelizador de Cristo.
La Samaritana nos parecía al principio una mujer cualquiera, peligrosa y de cabeza vacía. Una vez valorada y amaestrada por Jesús, ¡hay que ver cómo nos enseña a admirar, a querer y a anunciar al Señor!…
¡Sí, Señor Jesucristo!
Nosotros tenemos sed de amor, y sólo Tú la puedes calmar.
Tenemos sed de ti, y Tú te nos puedes dar.
Tenemos sed de almas, de almas que te amen, para llevarlas todas a ti…
P. Pedro García, CMF.