De nuevo que nos encontramos con un Evangelio muy poco llamativo, pero que, sin embargo, nos da dos lecciones importantes a más no poder: la fe y la oración.
Comienza Jesús narrando una parábola muy sencilla. Cuenta algo de lo que ocurría entonces, igual que ocurre hoy: los ricos tienen todas las puertas abiertas, porque hay dinero entre medio, y los pobres tienen que aguantarse porque son muy pocos los que se cuidan de ellos gratuitamente.
Le pasó a aquella pobrecita mujer viuda. Le habían robado en el testamento de su marido, se le debía una cantidad, y acudía continuamente al abogado y juez:
– ¡Señor, atiéndame! ¡Que se me haga justicia! ¡Mire que no tengo nada, se me debe tanto, y no hay manera de que me den lo mío!…
El juez era un tipo sin ningún escrúpulo de conciencia. No le importaba nada ni de Dios ni de los hombres. Atendía cuando le venía bien, era estupendo con los clientes de dinero, y a los demás que se los lleve el diablo si quiere… Así hacía con esta pobre viuda. Hasta que al fin se dijo, con la misma expresión familiar nuestra:
– Ni Dios ni nadie me importan un pepino; pero esta mujer ya me tiene harto. O le arreglo el asunto, o me vuelve loco.
La cosa acabó bien para la pobre mujer, gracias a su importunidad, y ganó el juicio que tenía pendiente durante tanto tiempo… Jesús mismo saca la consecuencia, y nos dice:
– ¿Se dan cuenta cómo habla el juez malo? Entonces, ¿Cómo no les va a escuchar Dios, que es bueno, si no paran de pedirle? Tengan presente que es necesario orar siempre sin cansarse nunca.
La primera lección sobre la oración está bien clara.
Pero ahora viene el Evangelio y añade todo seguido esta palabra e interrogante de Jesús, que mira ya a su segunda venida a la tierra el último día:
– Y cuando yo vuelva, ¿encontraré fe en la tierra?…
No digamos que esta lección de Jesús en este Evangelio no es de actualidad suma.
¡Oración, oración, oración!… Somos muy pobres —más que aquella viuda—, y nadie nos va a remediar nuestros males, ni materiales ni espirituales. Sólo en Dios tenemos nuestra esperanza. Y Dios cede siempre a nuestra súplica humilde y constante.
¡Y fe, fe, fe…, mucha fe en un mundo que está perdiendo el sentido de los valores eternos del espíritu!
O miramos a Dios y a la vida futura, o no encontraremos ningún sentido a la vida presente.
Oración y fe son inseparables. Quien cree, ora. Quien ora, no pierde la fe.
Al enjuiciar la fe y la oración en nuestros días, queremos ser muy realistas y no nos dejamos llevar del pesimismo.
Hay muchos sectores sociales que van perdiendo el sentido de Dios.
En unos es la abundancia de dinero y de bienes materiales la causa de su incredulidad, más práctica que teórica. Ya saben que existe Dios. No lo niegan. Pero lo dejan de lado porque no lo necesitan. Si en la sociedad de bienestar tienen ya todo, ¿Qué falta les hace Dios?…
Otros, al revés, no quieren saber nada de Dios porque se ven abandonados, sin dinero, sin esperanzas de remediar su hambre y sus necesidades más perentorias. Y se dicen: -Si Dios no me atiende, ¿por qué tengo que acudir a Él? Dios, para mí, como si no existiera…
Y así, unos por mucho, otros por poco, el caso es que quien la paga es Dios…
Esto ha pasado también a nivel social.
El trasnochado comunismo atacó a Dios porque decían que la religión era el opio del pueblo. Y el comunismo, que aún sigue vivo en la cabeza de muchos, arrancó a Dios de las masas trabajadoras.
El capitalismo salvaje no niega a Dios ni le interesa negarlo, pero lo arrincona por no necesitarlo.
Y así el mundo, por culpa de un sistema o por otro, va perdiendo la fe.
Pero Dios no ha muerto ni se duerme. Cuantos más estragos causa la falta de religión, más se manifiesta Dios en nuestros días. Y hoy se reza mucho, porque hay grandes sectores del pueblo que no se dejan arrancar la fe.
Cada uno de nosotros le decimos a Dios con fe profunda:
¡Dios mío! No me voy a cansar de importunarte, hasta que te canses de mí, si es que Tú te pudieras cansar…
Te pediré todo lo que necesito. Te lo pediré mil veces. Te lo pediré, y te lo repito, hasta cansarte y aburrirte, porque Tú me enseñas a hacerlo así… Te lo pediré porque Tú eres muy rico y yo muy pobre que no tengo nada. Te lo pediré porque así rindo el mayor homenaje a tu bondad y a tu amor generoso.
Y te pediré, sobre todo, no caer nunca en esos dos males modernos: la falta de fe y la falta de piedad. Sin fe, no te podría agradaren modo alguno. Sin piedad, demostraría que no te tengo por Padre mío.
¡Señor, dame fe, aumenta mi fe! ¡Que la lámpara de la fe no se apague nunca en mi mente!
¡Señor, dame piedad, dame espíritu de oración, enséñame a orar, dame ganas de orar!
Con fe en mi cabeza y con oración continua en mis labios, con toda la luz y toda la fuerza del Cielo en mis manos, ¿Quién será capaz de alejarme de ti, Dios mío?…
P. Pedro García, CMF.