29 ORD A - VIGESIMONOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

29 ORD A - VIGESIMONOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Yo no sé si le aplaudieron alguna vez a Jesús en sus discusiones con los escribas, fariseos y sumos sacerdotes. Pero si alguna vez lo hicieron tuvo que ser en la escena que nos trae el Evangelio de este domingo, porque Jesús derrochó en ella una sagacidad extraordinaria que dejó mudos a sus adversarios.

Aquel día tres antes de morir el Señor la lucha con sus adversarios estaba llegando a límites extremos. Y ahora, para vencer de una manera definitiva al joven Maestro de Nazaret, se alían los dirigentes de los diversos partidos religiosos, para ponerle al Señor la trampa mejor urdida.
Hemos de situarnos en la condición política de Israel en aquel entonces para entender este pasaje. Judea estaba dominada por Roma, aunque no era una Provincia del Imperio, sino una simple colonia. Todos odiaban a los romanos, pero no tenían más remedio que aguantar. Los sicarios, como nuestros modernos guerrilleros, eran perseguidos a muerte por las autoridades. Y los partidos políticos estaban muy divididos.
Los fariseos eran enemigos mortales de Roma.
Los saduceos, dados más a la buena vida, miraban a Roma con simpatía.
Los herodianos eran partidarios de Roma como lo era Herodes, un rey vasallo.
La cuestión más debatida entre ellos era la del tributo que había de pagarse a Roma. Los fariseos decían que de ninguna manera, pues era dar el dinero del pueblo de Dios a un pueblo pagano e incircunciso. Los herodianos y los saduceos decían que sí, porque de lo contrario Roma impondría un yugo más fuerte todavía. Entre tanto, el pueblo no sabía qué hacer y obedecía a regañadientes.
Aunque los diversos partidos se odiaban, ahora se unieron para poner a Jesús una trampa muy bien urdida.

Así las cosas, todos sus adversarios se le presentan a Jesús muy astutos, y empiezan por alabarle melosamente:
– Maestro, sabemos todos que eres muy sincero, que no miras las apariencias de las personas y que enseñas la verdad de Dios con toda libertad. Dinos, pues, entonces: ¿Debemos o no debemos pagar el tributo al César, el Emperador de Roma?
La trampa era descarada. Si decía que no, los saduceos y los herodianos lo denunciaban al Procurador Pilato, que lo tomaba como un revolucionario y hasta lo podía condenar a muerte con todo derecho. Si decía que sí, los fariseos soliviantaban contra Él al pueblo y la gente lo dejaba solo. Escogiera la respuesta que quisiera, Jesús estaba perdido. Pero Jesús era más listo que ellos, naturalmente, y los llevó a un terreno que sus adversarios no esperaban:
– ¿Por qué me tientan, hipócritas? Enséñenme la moneda de los impuestos.
Le muestran un denario, y él les pregunta:
– ¿De quién es esa imagen y esa inscripción?
– ¡Toma! ¿Qué no lo sabes o qué? Mírala, y lee: Tiberio César Augusto, Divino Emperador.
– ¿Es del César? Entonces, den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.

Nos vienen ganas de gritar: ¡Aplausos!…
Jesús, a fuer de listo, dejaba avergonzados a sus adversarios, y declaraba para siempre zanjada en su Iglesia una cuestión tan delicada, que podemos expresar en estos dos términos:
– a las autoridades y a la patria se le deben rendir todos sus derechos;
– y a Dios, todos sus derechos también.

Este hecho tan simpático del Evangelio, ¿tiene hoy alguna aplicación en el mundo y en la Iglesia? La tiene hoy, y la debía haber tenido siempre.
Es indiscutible que el poder del Estado es real y querido por Dios, como una necesidad social de todos los pueblos.
Jesús reconoce como un hecho y un derecho la autoridad civil.
El apóstol San Pablo dirá después que no hay autoridad que no venga de Dios. Y llegará a encargar a los primeros cristianos que recen por las autoridades, a fin de que, gobernando rectamente, todos podamos llevar una vida tranquila y en paz. El mismo apóstol recordará a los revoltosos que las autoridades no empuñan en vano la espada…
Y como el bien común exige la aportación de todos los ciudadanos para las necesidades comunes, los impuestos que deben ser justos, para el bien común y no para bolsillos particulares, son legítimos y nos obligan a todos.
La respuesta de Jesús es nítida, muy bien entendida por la Iglesia, que nos ha recordado en el Concilio nuestras obligaciones civiles:
– Todos los cristianos deben tomar conciencia de la propia vocación en la comunidad política.

Sin embargo, sobre el Estado está Dios, que tiene sus derechos inviolables.
La sociedad civil y las autoridades no pueden ir nunca contra los derechos del hombre, porque eso sería lesionar los derechos de Dios, como la justicia o la libertad religiosa.
Dios y el Estado no se estorban nunca.
Tanto la Iglesia como el Estado son dos obras de Dios para el servicio del hombre.
Por lo mismo, no pueden enfrentarse, sino colaborar, cada cual en su esfera, para el bien temporal y para el bien eterno de todo aquel que es ciudadano del mundo y candidato del Cielo.

Nosotros entendemos muy bien la lección de Jesús. Y, porque somos cristianos de verdad, queremos ser los mejores ciudadanos, tan fieles a la patria como somos fieles al Dios del Cielo…

P. Pedro García, CMF.