MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 461
Cuando Claret fue nombrado confesor real, se desahogó así en carta a un amigo: “¡Yo! ¿Confesor de la Reina?… Déjenme a mí para confesar a los montunos y bozales, ya hay otros para confesar Reinas” (EC I, p. 1334s).
Claret estuvo profundamente marcado por el conocido dicho de Jesús “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4, 18). Lo meditó y escribió repetidas veces, fijándose no sólo en el envío y en el carácter consolador del mensaje, sino también en los pobres como destinatarios. Esta praxis de catequizar a la gente sencilla, adoptada en sus años de Cataluña, la continuó también siendo arzobispo en Cuba (1851-1857): “con la ayuda del Señor cuidé de los pobres. Todos los lunes del año… reunía a todos los pobres de la población en que me hallaba, y… les daba a cada uno una peseta, pero antes yo mismo les enseñaba la doctrina cristiana… El Señor me ha dado un amor entrañable a los pobres” (Aut 562).
El pasaje autobiográfico que hoy meditamos nos deja, junto con ese mensaje de amor a los pobres, la llamada a aprovechar toda ocasión para evangelizar. Alguna vez, entre sus propósitos de ejercicios espirituales, formula Claret el de “no perder un minuto de tiempo”. Todo lo dedicó a la evangelización, de modo que, cuando tuvo que pasar semanas en cama, con motivo del atentado sufrido en Holguín (Cuba, 1856), se dedicó a idear nuevos cauces de apostolado; fue entonces cuando le vino la idea de fundar la “Academia de San Miguel”, organización de seglares para la evangelización del mundo de la cultura. Su inquietud se orientaba a cultos e incultos. Siempre hizo honor a su lema episcopal “el amor de Cristo nos apremia”; lo copió de Pablo (2Cor 5, 14), otro “loco” de la evangelización.