Aunque parezca algo extraño, Italia no fue la primera Provincia del Imperio que se hizo católica. Al revés, tardó bastante. Los diversos pueblos bárbaros que la invadieron retrasaron su incorporación a la Iglesia de Roma.
Conviene distinguir bien entre Roma e Italia. El Imperio Romano no fue de Italia con Roma como Capital, sino todo lo contrario. El Imperio nació de aquella pequeña ciudad de las siete colinas que se llamaba Roma, la cual fue conquistando tierras y más tierras de los alrededores y después toda Italia. Se iniciaba la historia de Roma el año 748 antes de Cristo. Con sus conquistas fue ocupando los países del Mediterráneo de este a oeste y de norte a sur, hasta formar lo que los romanos llamaban el “Orbe de la tierra”. Italia fue una parte conquistada. Nunca fue ni se llamó “Imperio Italiano” sino “Imperio Romano”.
Roma, con su acertada política, tenía sus dioses propios, en especial los “dioses lares”, los del hogar, de sus primeros tiempos. Pero iba incorporando en sus cultos los dioses de todos los países conquistados. Y, entre ellos, estaba Yahvé, el Dios de los judíos, y vino finalmente Jesús, el Hijo del mismo Dios Yahvé hecho Hombre.
La Iglesia en Roma, Capital del Imperio, tuvo origen apostólico y ella guarda los restos de sus fundadores Pedro y Pablo. La sede romana de Pedro es el punto de referencia obligado de la Iglesia verdadera de Cristo, el cual dio su palabra a Simón: “Tú eres Roca, Piedra, Pedro, y sobre esta Roca edificaré yo mi Iglesia”. El Concilio Vaticano II nos ha dicho categóricamente en la Constitución dogmática que la verdadera Iglesia de Cristo “subsiste” en la Católica, en esa que tiene como Primado y Vicario de Jesucristo al Obispo de Roma. Así, desaparecido el Imperio Romano, es Roma la Capital de Italia y la Capital también de 1a Iglesia Católica, en ese su pequeño rincón de 44 hectáreas que se llama Vaticano. Entonces, ¿cuándo el pueblo italiano, formado con los antiguos ciudadanos romanos y los bárbaros invasores, entró a formar parte totalmente de la Iglesia Católica? Veámoslo.
Sin contar Roma, la “Urbe”, digamos que Italia, la Provincia Romana, tuvo desde los Apóstoles comunidades cristianas florecientes y dio a la Iglesia muchos mártires, santos y escritores. Basta leer en los Hechos la comunidad de Pozzuoli, donde desembarcó Pablo.
Durante las Persecuciones hubo mártires en todas partes de Italia, especialmente en el sur, con mártires tan significativos como Santa Lucía y Santa Águeda en Sicilia, lo cual indica que tenía Iglesias muy vigorosas.
En el norte, igual, sobre todo con la Iglesia de Milán, y el siglo IV brilló con hombres insignes salidos de las Iglesias más importantes. Un San Eusebio de Vercelli, amigo de San Atanasio y defensor acérrimo de la fe católica contra los arrianos. Y nada digamos de un San Ambrosio, a quien ya conocemos, y que hace ver una Iglesia grande de verdad.
Dos compañeros italianos de San Atanasio, llamados Isidoro y Ammonio, conocieron la vida de los monjes del desierto, y, regresados a Italia, fundaron monasterios muy anteriores a los de San Benito con comunidades numerosas.
Hay que decir, sin embargo, que Italia es la nación que tuvo la peor suerte con los pueblos bárbaros, los cuales tardaron mucho en convertirse a la fe verdadera. Unas invasiones se sucedían a otras y la Iglesia local, aunque se mantuviese pura y fiel a la de Roma en toda Italia, iba tomando formas diversas según los pueblos bárbaros que la dominaban.
Los hunos fueron los primeros y más feroces invasores de Italia. Procedían del Asia central y desde el mar Báltico, al mando de su caudillo Atila, iban arrollando a todos los países de Europa por donde pasaban. Antes de meterse en Italia, más de cien ciudades en Oriente fueron conquistadas; y la misma Constantinopla llegó a estar en gran peligro. Hubo tantos asesinatos y derramamientos de sangre que no se podía contar a los muertos. Ocuparon iglesias y monasterios y degollaron a monjes y doncellas en gran número. En el 451 Atila llegaba a Bélgica con un ejército de unos 500.000 hombres, y con ello puso pronto en claro cuáles eran sus verdaderas intenciones. Sin embargo fue derrotado en la famosa batalla de los Campos Cataláunicos que terminó con la victoria de la alianza godo-romana.
Pero Atila se repuso e irrumpió en Italia saqueándolo todo. Antes de que llegase a Roma, le salió al encuentro con toda la majestad pontificia el papa San León Magno, como vimos en lección anterior (21), y el caso es que Atila, “el azote de Dios”, se retiró de nuevo hasta la Germania, donde murió el 453 en la fiesta de una nueva boda ─según parece a causa de una gran hemorragia nasal─, y sus soldados, al descubrir su fallecimiento, le lloraron cortándose el pelo e hiriéndose con las espadas, pues “el más grande de todos los guerreros no había de ser llorado con lamentos de mujer ni con lágrimas, sino con sangre de hombres”, dice la historia más antigua y que parece ser la más verídica. La tradición y leyenda se han fijado solamente en la crueldad de Atila, pero callan sus grandes cualidades de guerreo y gobernante, aparte de su cultura, que no era nada vulgar y hasta muy notable.
Los vándalos eran en salvajismo hermanos gemelos de los hunos. Habiendo dejado atrás España, el año 429 se instalaron en el norte de Africa, a la que devastaron por completo. Por una traición, la Emperatriz Eudoxia, viuda del asesinado Valentiniano III, llamó a los vándalos ofreciéndoles Roma. En ella se presentó el feroz Genserico con sus huestes, que durante quince días causaron en la Urbe destrozos inimaginables. El mismo papa San León Magno, que tres años antes detuvo en su avance a Atila, consiguió de Genserico que al menos respetase la vida de los ciudadanos. Satisfecha la rapiña de los vándalos en Roma y todo el sur de Italia, se regresaron a Africa para vivir a gusto con su botín inmenso.
Los hérulos, no tan bárbaros, jugaron un papel decisivo en Italia, única Provincia que en el 456 quedaba del Imperio Romano. Nada menos que diez emperadores se sucedieron en sólo veinte años, hasta que Odoacro, al frente de sus huestes, invadió Italia y en el 476 destituyó a Rómulo Augústulo, el último emperador que tuvo Roma. Los hérulos, por su contacto con los godos en Oriente, eran herejes arrianos, pero trataron con respeto al Papa y a los católicos, de modo que la fe cristiana ortodoxa se pudo salvar en la Península.
Los ostrogodos se encargaron de echar fuera a los hérulos en un tiempo muy breve. Llegados de lo que hoy es Centroeuropa bajo el mando de su gran jefe Teodorico, el año 493 ya se habían adueñado de toda Italia. Lástima que, como los visigodos en España, eran todos arrianos, aunque Teodorico, magnífico gobernante, con su capital en Ravena, respetó la religión católica, que se desarrollaba normalmente, por más que hacia el final de su reinado, por sospechas infundadas, hiciera prisionero al papa Juan 1, que murió en la cárcel, y mandó ejecutar al gran filósofo Boecio. Muerto Teodorico en el 526, no supieron sus sucesores mantener el reino, de modo que el emperador Justiniano invadió Italia el año 553 y la convirtió en Provincia del Impero Romano de Oriente, o Bizantino.
Los lombardos ─arrianos una parte y otra gran parte paganos─, vinieron finalmente a desplazar a los bizantinos. Parece que Narsés, exarca o delegado de Bizancio en Italia, al verse depuesto de su cargo, llamó a los lombardos ─igual que hiciera Eudoxia con los vándalos─, y, este pueblo bárbaro, fuerte, tenaz, con un imponente ejército procedente de Germania a las órdenes de su rey Alboín, se apoderó en el 568 de todo el norte de Italia y llegaron en su avance hasta casi las puertas de Roma. Los jefes y ejército bizantino ─procedentes de Constantinopla y con las fuerzas de Italia y de los ostrogodos juntos─ nada pudieron contra la avalancha lombarda. El rey Autaris, a partir del 586, organizó en todo el norte el reino lombardo que alcanzó una gran prosperidad.
Esto fue Italia bajo las invasiones bárbaras. En cuanto a lo que nos interesa a nosotros sobre su aceptación del cristianismo, no tuvo la suerte ni de Francia ni de España. La Iglesia que había en Italia durante las Persecuciones Romanas y en los siglos del IV al VI se vio siempre floreciente. Pero la conversión de los bárbaros invasores fue más difícil que en los otros países. De los pueblos bárbaros que la invadieron, los hunos y los vándalos no eran para nada cristianos, y, además, se marcharon de Italia. Los hérulos, aunque arrianos, fueron dominados por los ostrogodos, arrianos también, pero respetuosos con los católicos.
Los lombardos desataron una furiosa persecución contra la Iglesia bajo el rey Alboín, el cual, por fortuna, falleció pronto. Vino Agilulfo, el cual obligaba a la gente a bautizar a sus hijos en la fe arriana. El papa San Gregorio Magno animaba a los católicos:
“El amor de ustedes exhorte en todas partes a los lombardos a que conviertan a la fe verdadera a los hijos que bautizaron en la herejía. Atraigan a la verdadera fe al mayor número posible. Predíquenles la vida eterna, a fin de que cuando ustedes se presenten ante el divino Juez puedan mostrarle el fruto de su celo”.
Teodolinda entabló óptimas relaciones con el Papa y, animada por él, indujo a su marido Agidulfo a abrazar el catolicismo. Teodolinda, otra mujer grande y providencial, como Clotilde de Clodoveo en Francia y como Ingunda de Hermenegildo en España.
Ante los reyes ya católicos, los lombardos en su mayoría iban abrazando el catolicismo, hasta que en el 671 el rey Grimoald implantó oficialmente el catolicismo en todo su reino. Entonces los ostrogodos, arrianos, tenían poco que hacer después que Francia y España fueron totalmente católicas, de modo que el arrianismo desapareció por sí solo a lo largo de este mismo siglo. Italia, como no podía ser menos, y con Roma en el centro como sede del Papa, se hacía católica para siempre.