MEDITACIÓN DEL DÍA:
Propósitos del año 1865; en AEC p. 711
Claret habla de su corazón “polivalente”: un corazón obediente y esponsal para con Dios, severo consigo mismo y cariñoso y compasivo para con el prójimo. Él no se hizo el centro de su corazón, sino que allí colocó a Dios y al prójimo. Esto me recuerda a una pobre madre que vi, mientras esperaba al tren, que coció en un cacharro el poco arroz que tenía y lo repartió entre su marido y su niño mientras que ella se contentaba con agua.
El amor sacrificial es el único que puede dar firmeza a una vida; si no hubiera en el mundo madres que se sacrifican, el mundo no podría sostenerse. Claret, el misionero, tuvo el corazón amoroso de una madre, posible reflejo de la madre Iglesia. Todo ser humano tiene de nacimiento capacidad de ternura y compasión maternales, pero éstas muy frecuentemente no se desarrollan.
Un corazón maternal está abierto de par en par, pero cuando el ego se sitúa en el centro del escenario, uno se cierra sobre sí mismo al tiempo que se hace agresivo para con los demás. El culto al ego ha sido la raíz principal del odio, la violencia y de tantas guerras en el mundo. Si fuéramos capaces de desarrollar nuestra capacidad de ternura y compasión hacia los otros como lo hizo Claret, habría más paz, más justicia e igualdad en el mundo. Todos tenemos que saber que se nos da un corazón para que coloquemos en él a Dios y al prójimo. Tener a Dios en el centro del corazón es crucial para experimentar su amor. Estando lleno y ablandado por el amor divino es como uno será capaz de mirar al otro con amorosa compasión. Es una gracia que deberíamos pedir constantemente, así como Claret deseó el don del amor y lo recibió como una gracia (cf. Aut 447)
La Beata Teresa de Calcula dijo una vez: “Lo que importa no es lo que haces sino cuánto amor pones en lo que haces”. Si el amor no empapa nuestras actividades, ¿qué diferencia marcamos con el resto del mundo?