Son muchas las veces que a lo largo del año nos trae la Liturgia el Evangelio de este Do-mingo: Jesús paciente, Jesús con la cruz, Jesús que se pone delante de los suyos con el madero a cuestas…
Y esto, mucho antes de que llegase la hora del Calvario. Porque Jesús lo lleva muy metido en el alma. Sabe que ése va a ser el final de su vida, y lo anuncia sin miedos, no para asustar sino para infundir ánimos a todos sus seguidores.
El Evangelio de hoy es muy importante, porque nos dice lo que es la realidad de la vida cristiana: deber, sacrificio, entrega a la voluntad de Dios.
Pero no es para echarnos hacia atrás en el seguimiento de Jesús. Todo lo contrario, por-que aparece al final, como una visión divina, la gloria de la resurrección en una salvación completamente segura…
Este Evangelio se desarrolla en tres escenas seguidas. La primera es la confesión de Pedro, tantas y tantas veces repetida, por la importancia que tiene. Jesús se retira hacia los poblados y aldeas más retirados al norte de Galilea, y cuando llega a Cesarea de Filipo les hace a los Doce esta pregunta:
– ¿Quién dice la gente que soy yo?…
Sabemos las respuestas dubitativas de los discípulos:
– Unos dicen que eres Juan el Bautista que ha vuelto a la vida después que fue degollado por Herodes… Otros dicen que eres Elías, que ha de volver… Otros, que uno de los profetas antiguos…
– Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?
Pedro da la respuesta acertada, que, como explica Mateo, fue una revelación directa de Dios:
– ¡Tú eres el Cristo!
Por Mateo también, sabemos cómo Jesús promete a Pedro en este momento que un día le entregará las llaves del Reino, es decir, le constituirá cabeza visible de la Iglesia como Vicario del mismo Jesús.
La segunda escena es la central de este Evangelio. Jesús expone ahora a los Doce cómo va a ser el final que le espera en Jerusalén:
– Tengo que hablarles francamente. Voy a tener que sufrir mucho. Todos los jefes del pueblo —los ancianos, los sacerdotes del templo y los escribas— me van a rechazar y me matarán. Pero después de tres días resucitaré.
Los apóstoles quedan aterrados. -¿Esto le va a suceder al Maestro?… Y Pedro, que después de la escena anterior, ya se siente algo importante, toma aparte a Jesús y se pone a aconsejarle:
– ¡De ni ninguna manera, Señor! ¡Esto no te puede suceder a ti!
Jesús hace un gesto violento, y, mirando a los demás discípulos, le dice severamente a Pedro:
– ¡Apártate de mí, satanás! Me resultas un tropiezo. Porque tú no piensas como Dios, sino como los hombres…
Pasa un rato de angustia entre Jesús y los apóstoles, y viene la escena tercera. Jesús reúne en torno a sí a la gente, y les enseña a todos:
– Quien quiera venir detrás de mí, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme.
Eso de cargarse con la cruz al hombro infundía terror a todos. Sabían, porque lo habían visto, lo que era ir por las calles entre burlas y denuestos, condenado a muerte, camino del tormento más atroz. Pero Jesús mantiene sus palabras, y añade severo:
– El que quiera conservar su propia vida, la perderá. Pero quien pierda la propia vida por mí y por la causa del Evangelio, la salvará.
¿Cuántas, cuántas veces hemos escuchado estas palabras de Jesús?… ¿Y qué nos infunden, miedo o coraje?… ¿Nos lanzan decididos en pos de Jesús, o nos tiran para atrás?…
La historia de la Iglesia nos asegura a cada paso que Jesús no acobarda a ninguno de los que son suyos. Al revés. Viendo al Señor dirigirse decidido a Jerusalén sabiendo lo que allí le espera —y contemplándolo después cargado de veras con la cruz hacia el Calvario—, son innumerables las almas valientes que le dicen al Señor: -¡Contigo, Señor, y hasta donde Tú vayas!…
Dios no nos creó para el sufrimiento, ni mucho menos. Sabemos que el dolor y la muerte son consecuencia de aquel pecado cometido por la Humanidad en el paraíso. Y sabemos también que el pecado aquel, causa de nuestra condenación, ha sido saldado por Jesús con el sacrificio de la cruz. La felicidad de la gloria nos va a venir —lo mismo a Jesús que a nosotros— con la resurrección después del sufrimiento.
Ahora —se dicen los valientes—, ¡a cargar con la cruz!
Viene la enfermedad, y los seguidores de Jesús besan la mano amorosa de Dios.
Viene la pobreza a lo mejor, y los seguidores de Jesús no se rebelan, aunque trabajan fuerte.
Viene ese trabajo de cada día, y los seguidores de Jesús sudan y se fatigan, pero no se rinden.
Viene el cumplimiento del propio deber, y los seguidores de Jesús lo cumplen con escrupulosidad.
En ese llevar la cruz de cada día ponen los seguidores de Jesús toda su gloria. Saben que así se hacen dignos de su Jefe, su Maestro y su Señor. Ahora, con la cruz a cuestas. Después, con la gloria inmortal…
¡Señor Jesucristo!
Te adoramos cargado con tu cruz, y te queremos seguir generosamente.
El mundo va en una dirección, nosotros por otra.
Pero si la senda nuestra es la que nos trazas Tú, ¿Quién es el que acierta y quién es el que se equivoca, el mundo o nosotros?…
P. Pedro García, cmf.