Jesús enlaza hoy con el domingo anterior, cuando nos decía cuál debe ser la conducta de la comunidad cristiana si uno de sus miembros se desviaba y cometía un error.
Jesús mandaba a la comunidad que lo perdonase y lo salvase.
Diríamos que esto es muy fácil. En ese caso la ofensa personal no existe apenas. Se trata de la comunidad, de los otros, aunque cada uno de nosotros esté metido entre ellos. Pero ahora Jesús se dirige a cada uno en particular, y el Evangelista nos presenta a Pedro preguntándole a Jesús:
– Maestro, si mi hermano me ofende, ¿Cuántas veces debo perdonarle? ¿hasta siete veces?
Jesús se molesta un poco con la tacañería de Pedro, y le contesta con desenfado:
– ¿Hasta siete veces nada más? ¡Hasta setenta veces siete, debe ser!
Pero, como otras veces, Jesús recurre a una parábola inolvidable. Y les cuenta a todos:
* ¿Saben lo que le ocurrió a un rey? Quiso arreglar sus cuentas y fue llamando a todos sus administradores. Entre ellos, le presentaron uno que le debía diez mil talentos.
– ¿Diez mil talentos? ¡Si eso es una cantidad enorme! ¡Si es casi el presupuesto de algunos Estados! Son millones de dólares…
Pues, eso nada menos le debía. Y como el infeliz no tenía para pagar semejante cuenta, el rey mandó que fuera vendidos como esclavos él, su mujer y sus hijos, y así saldara algo de la deuda. El pobre administrador rompe a llorar, se arroja a los pies del soberano, y le suplica a gritos:
– ¡Ten paciencia conmigo! Te prometo trabajar fuerte y todo te lo pagaré.
El rey se compadece, y con un gesto de generosidad muy grande, le dice:
– Bueno, te lo perdono todo. Vete en paz, y sé más fiel en adelante.
Sus compañeros se alegraron, pero muy poco les iba a durar la satisfacción. Porque al cabo de un rato el así perdonado se encuentra con uno de sus colegas que le debía cien denarios como si dijéramos, cien dólares hoy, y se le arroja al cuello, le aprieta con las dos manos hasta casi estrangularlo, mientras le grita furioso:
– ¡Paga lo que debes, y págamelo pronto!…
El compañero se le arroja a los pies, gritando desesperado:
– ¡Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré!
Pero él, sin hacerle caso alguno, con entrañas criminales, lo hizo meter en la cárcel hasta que pagase aquella deuda insignificante.
Viendo semejante escena, sus aterrados compañeros se presentan al rey y le cuentan lo que ocurría. El soberano, antes tan bondadoso, se convierte ahora en una furia. Llama al perdonado deudor y le dice a gritos:
– ¡Perverso, más que perverso! Te perdoné toda tu enorme deuda porque me lo pediste. ¿No debías haber tenido tú también compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?
El culpable no tiene respuesta, y oye la sentencia terrible:
– ¡A la cárcel! Y te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.
Jesús no cuenta el final. Pero, como aquella deuda de los diez mil talentos era imposible de saldar, el criado insolvente se quedó en la cárcel por toda la vida…
Jesús se contentó con añadir la terrible conclusión divina:
– Así hará con ustedes mi Padre celestial si cada uno de ustedes no perdona a su hermano.
Y la cárcel de Dios no es para unos cuantos años nada más. La cárcel de Dios queda cerrada por toda una eternidad para los que están dentro…
La pregunta de Pedro ¿Cuántas veces debo perdonar, hasta siete? es más generosa de lo que pensamos. Pedro sabía lo que preguntaba.
Porque era cosa muy curiosa lo que enseñaban los maestros de Israel en aquellos días. El perdón de las ofensas estaba regulado según las diversas escuelas: a la mujer se le perdonaba cierto número, a los hijos otro número, a los hermanos otro número también. La cosa iba variando. Y los maestros enseñaban que Dios, muy generoso, perdonaba hasta tres veces.
Como Jesús insistía sobre el perdón, Pedro piensa hacer un honor a Jesús al proponerle siete veces, más del doble de lo que hacía Dios… Pero Jesús va mucho más allá, y le contesta multiplicando el siete por setenta, que darían 490 veces, con lo cual quería decirle: -¡No hagas números! ¡Siempre, y basta!…
Con ello, Jesús nos repetía una de las lecciones más importantes y difíciles del Evangelio: Amar al enemigo. Perdonarle siempre. Hacer una realidad la petición del Padrenuestro: “perdónanos, así como nosotros perdonamos”…, e imitarle a Él, que morirá en la cruz diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”…
Y no podemos mirar razones de autodefensa por la injuria que hemos recibido. Dios nos ha perdonado el pecado, y con ello una condenación eterna. ¿Qué significa lo que nos ha hecho el hermano a nosotros en comparación de lo que nosotros le hemos hecho a Dios?… Significa menos, mucho menos que unos centavos al lado de cientos de millones de dólares…
¡Señor Jesús!
Gracias porque nos enseñas a ser generosos, a tener un gran corazón.
Nunca somos más parecidos a Dios que cuando sabemos perdonar.
Sólo el pequeño y el egoísta no saben perdonar.
Nosotros sabemos que somos discípulos tuyos cuando no echamos del corazón ni al peor enemigo. ¡Entonces somos cristianos de verdad!…
P. Pedro García, CMF.