El Evangelio de hoy nos trae un milagro realizado por Jesús que contiene una enseñanza preciosa sobre lo que es, lo que debe ser siempre, la vida cristiana respecto del trato con Dios.
Jesús regresaba de las fronteras de Israel con la Fenicia, adonde había ido con los Doce quizá sólo para descansar de tantas fatigas, ya que era fiel a su consigna de no ir más que a las ovejas descarriadas de pueblo judío… Atraviesa toda la Galilea, llega hasta la Decápolis en la otra parte del lago, y le traen un sordomudo:
– ¡Señor, cúralo! Pon sobre él tus manos, y le desaparecerá esa sordera y esa mudez que padece desde su nacimiento.
Jesús, por la causa que sea y que no indica el Evangelio, debió darse cuenta de que era un caso difícil. Porque hace unos gestos que nunca ha realizado con ningún otro enfermo. Ante todo, se lo lleva aparte, retirado de la gente. Después, le toca la oreja y, humedeciendo el dedo con saliva, le toca también la lengua. Mira al cielo, suspira profundamente, como si estuviera en un apuro, y dice:
– ¡Éffeta! ¡Ábrete!…
El Evangelio nos ha conservado en su lengua original la misma palabra de Jesús, señal de que le daba mucha importancia al hecho.
Al pobre enfermo se le abren los oídos y se le suelta de repente la lengua, de modo que oía y hablaba perfectamente bien. Y recibe de Jesús la consabida advertencia, de la cual, desde luego, no va a hacer ningún caso:
– ¡Haz el favor de no decirlo a ninguno!
Aunque el mismo favorecido, y la gente que allí estaba, cuanto más fuerte era la prohibición más lo propagaban, y decían fuera de sí por la admiración:
– ¡Este Jesús todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos!
Hasta aquí, la narración sencilla del Evangelio.
Pero la observación cristiana se ha metido muy profundamente en este hecho y ha sacado una consecuencia muy importante: ¿No está aquí encerrada una gran lección? ¿No nos está diciendo el Evangelio, con este hecho de Jesús, lo que debe ser la vida respecto de la Palabra y de la Oración?…
Es cuestión de escuchar a Dios.
Es cuestión de hablar a Dios.
Es cuestión de estar en comunicación continua con Dios para hacer bien todas las cosas, como Jesús.
Incluso para hacer oír a otros sordos que nunca perciben la Palabra de Dios, y hacer hablar a muchos mudos que nunca abren sus labios para dirigir a Dios una oración.
¿Es acertada o no es acertada esta interpretación de la ascética cristiana?…
Porque eso que parece tan fácil —escuchar a Dios y orar— se convierte para muchos en un problema. Y se necesita todo el poder de la gracia —como en el caso del sordomudo— que se ha de emplear a fondo para su curación.
Y es que hoy, a pesar de que se escucha mucho la Palabra de Dios y se reza también mu-cho —¡gracias a Dios!—, hay también muchas personas que viven con los oídos taponados y con la lengua atada cuando se trata de comunicarse con el Señor.
Palabra – Fe – y Oración están íntimamente ligadas.
La Palabra de Dios es necesaria para la Fe. Si estudiamos un poco la Biblia, nos damos cuenta en seguida de que la salvación viene de Dios. La salvación es gracia, es regalo de Dios. La iniciativa la ha tomado Dios. Nos habla Dios. Nos propone su plan. Nos dice lo que quiere de nosotros.
Viene entonces la Fe, que es la respuesta que se da a Dios.
Entre Dios que habla y la persona que le responde, está la Oración, desahogo de las al-mas con el Dios que nos ama y que nos ha hablado. Nosotros oramos y hablamos con Dios para desahogar con Él nuestras almas; para manifestarle el amor que también nosotros le tenemos a Él; para pedirle la fuerza de poder cumplir su voluntad, a fin de que nuestra fe no sea una fe muerta, que le dice SÍ a Dios con los labios y NO con las obras de la vida…
Todo esto nos lleva, una vez más, a pensar en la importancia de la escucha de la Palabra de Dios, lo mismo en la Biblia que en la predicación de la Iglesia.
La palabra de la Iglesia no es más que la Palabra de Dios, que se conserva viva en la fe de la Iglesia y en la enseñanza de los Pastores.
Leer y escuchar con asiduidad y con gusto la Palabra de Dios es señal de que Dios nos atrae y nos llama. Y es señal, por lo mismo, de que estamos encaminados por la senda de la salvación.
Con la Oración pasa igual. Al rezar se manifiesta que se tiene hambre y sed de Dios, y entonces viene el cumplimiento de aquella bienaventuranza de Jesús: -Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, de la santidad de Dios, porque ellos serán saciados.
¡Señor Jesucristo!
Porque quiero conocerte, dame hambre de tu Palabra.
Porque quiero amarte, a ti y al Padre, dame tu Espíritu, motor de la nuestra oración.
Y así, escuchándote siempre, y siempre en comunicación contigo y con el Padre en el Espíritu Santo, no te pondré ciertamente en ningún apuro cuando Tú me pidas que oiga y que hable en mi comunicación con Dios…
P. Pedro García, cmf.