MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta a la V. M. Antonia París, 24 septiembre 1867, en EC II, p. 1203
La gratitud es una de las mayores virtudes humanas y cristianas. Dar gracias significa reconocer que, si somos lo que somos, lo debemos a otros: la vida, la educación, la cultura, el testimonio cristiano… Nadie ni nada ha pasado en vano por nuestras vidas, aunque lo hayamos olvidado, aunque nunca lo hayamos sabido reconocer que han tenido y tienen un papel importante en nosotros. Sin el favor de muchas personas, no seríamos lo que somos.
Agradecer es señal de humildad, es el reconocimiento de que somos limitados y necesitados de la ayuda de otros. Decía san Pablo: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7). Agradecer produce optimismo, alegría, en nosotros y en quien nos ha hecho el bien. Es profundizar, reforzar, fomentar el bien; reafirmar que lo bueno existe, y por lo tanto cultivarlo, darle vida, estimularlo.
Comenzar el día y acabarlo dando gracias nos hace ver lo positivo de la vida, aun manteniendo los pies en el suelo, en el realismo de las cosas limitadas. Dar gracias por el don de la vida, de la fe, de la vocación, del amor…, del bien que pretendemos hacer durante el día que tenemos por delante o que hemos hecho a lo largo del día que ha terminado… Dar gracias, ya de antemano, por quienes vamos a encontrar o hemos encontrado; por el bien recibido y por el que hemos tratado de hacer…
Dar gracias es valorar y disponerse en favor del bien. Porque cada persona es hambre y pan: cada persona necesita de las demás y puede dar a las demás. No hay nadie tan “rico” que no necesite algo, ni nadie tan “pobre” que no pueda dar algo. Dar gracias, incluso, porque nos damos cuenta del bien y, en consecuencia, dar gracias porque somos capaces de dar gracias.
¿Soy agradecido o tiendo a ver sólo lo negativo en mí mismo, en los demás? Mis expresiones de agradecimiento, ¿son meras fórmulas de cortesía o nacen del corazón?