MEDITACIÓN DEL DÍA:
Aut 446
En la predicación pública de Jesús y en la “educación especial” a los seguidores más cercanos (cf. Jn cap. 13-16), el amor al prójimo es el tema recurrente. Recuerda una y otra vez el mandamiento principal de la antigua ley: “amar a Dios con todo tu corazón, toda tu alma… y al prójimo como a uno mismo” (Mc 12, 30-31), y aclara que lo distintivo de sus discípulos consistirá en amar hasta llegar a dar la vida por el otro (cf. Jn 15, 12-13).
Cuando el P. Claret pide con tan gran deseo ese amor, está demostrando que ya lo posee, pero que quiere que vaya a más. Una imagen especialmente del gusto de Claret fue la de la fragua. Ya no quedan en occidente herrerías artesanales como las que él conoció, pero no por ello la imagen nos tiene que resultar ininteligible. El hierro, en sí mismo frío y duro, metido en el fuego, se hace blando y dúctil, y, por supuesto, abrasador como el fuego mismo; no se lo puede tocar. Cuando alcanza ese estado casi líquido (“el hierro se hace caldo”, decían los antiguos), es maleable, se le puede dar la forma que se desee; y eso lo hace el herrero a base de martillazos sabiamente dirigidos.
En la Biblia es bien conocida la imagen del alfarero (cf. Jr 18, 1-7), que da al barro la forma que desea. “Yo quiero ser, Señor amado, como el barro en manos del alfarero…”, dice un cántico religioso muy conocido en España; expresar un noble deseo: que Dios nos dé la forma que él quiera.
Según Claret, somos parecidos al hierro, y necesitamos que el fuego del amor nos derrita para que Jesús nos modele. Y la forma que estamos llamados a adquirir es sencillamente la suya: nuestra vocación no es otra que la configuración total con el Hijo para ser hijos en él, compartiendo su proyecto, sus sentimientos, y, cuando Dios quiera, su ser glorioso.