MEDITACIÓN DEL DÍA:
Carta a la V. M. Antonia París, 9 de abril de 1866, en EC II, p. 1143
Claret manifiesta aquí su profundo cristocentrismo, que tiene que ser el núcleo vital en la existencia de todo discípulo del Señor. No es que no aprecie en el modo debido las realidades de esta vida, realidades mixtas, hechas de dificultades y de consuelos (¡que de todo permite Dios!), sino que tiene clara la meta hacia la cual estamos caminando y que da sentido a cuanto hacemos: el encuentro con el Señor. El gran misionero había hablado mucho y escrito mucho sobre el cielo; ¡cómo para no tener él la vista puesta en esa gloriosa meta! Por otro lado, considerando su propia vocación, percibe que sus servicios eclesiales están prácticamente cumplidos.
Pero, incluso en esto, Claret no tiene en cuenta simplemente el “provecho” o ventaja (gloria, misericordia…) que pueda recibir de su vida entregada, sino la pura y simple contemplación de su Amado: Jesucristo. Ha tenido y tiene su centro en Jesús, no en sí mismo. Nos recuerda aquellos versos anónimos del siglo XVI, que algunos atribuye a Santa Teresa de Jesús: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el inferno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido, / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte. / Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera / que aunque no hubiera cielo, yo te amara, / y, aunque no hubiera infierno, te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”.
¿Es realmente Cristo el centro de mi vida, o tengo más bien intereses creados, quien sabe si incluso mezquinos? Aunque comprometido con la realidad en que me toca vivir, ¿vivo en la esperanza de la gloria y del abrazo definitivo y eterno con Dios?